Inquieto, el niño revolvía distintos lugares d ela casa buscando su tesoro. Sabía que su madre los habría guardado en algún lugar, luego que descubriera que había intentado salir de la casa. Sus pies descalzos, estaban fríos. Sabía también que eso sería motivo de una nueva reprimenda. No podía enfermarse. Pero su rebeldía podía más.
Al escuchar la llave en la puerta, sintió su corazón bamboleándose de modo vertiginoso dentro del pecho. La voz de su madre alcanzó todos los rincones en los que habían quedado, pese a su esfuerzo por ordenar todo otra vez, las señales de la búsqueda.
Sintió miedo.
Se hizo un ovillo bajo la mesa de madera herida por el uso de tantos años, cuyo origen desconocía, en el rincón más oscuro del lavadero.
"Jorge" llamó nuevamente la voz. Ahora parecía enojada, antes sólo fue un llamado. A tiempo para permitirle esconderse.
Las gallinas cocoreaban en el fondo, el pueblo parecía estar sumido en ese silencio obtuso que sólo despejaba, por momentos, el canto largo de una paloma arrullando a sus pollluelos. Eso quiso pensar. Que las palomas eran amorosas con sus pichones.
Sintió el ruido de los tacones recorrer una y otra vez las breves estancias de la casa donde vivía con su madre. Ella iba a encontrarlo seguramente, era cuestión de tiempo.
Le pareció escuchar el ruido del motor de un coche. Pero su corazón latía tan fuerte que ensordecía todo lo demás.
Los tacones se alejaron hacia la puerta. Otra vez la llave, ahora para abrir. Algunas voces masculinas desconocidas. Un auto en marcha rauda. Y el silencio.
La paloma volvió a arrullar a los polluelos con su canto extraño.
Envolvió las piernas y se quedó sentado. El tiempo pasaba y no volvió a escuchar ni las voces, ni los tacones ni el arrullo. La oscuridad natural del lavadero ahora se había transformado en un fantasma de garras que cerraban su cuello.
Quiso gritar "mamá" pero su voz no salía.
Se levantó, aterido por la posición que había adoptado para esconderse y no ser sorprendido buscando la bolsa con sus soldaditos de plomo. Le extrañaba que a su madre le molestara tanto que jugara con ellos. No sabía la razón. Pero quería tenerlos consigo.
Caminó por la casa a oscuras. Vio la puerta de calle entreabierta, la llave puesta y se asomó. Tembló de cabeza a pies, sus pies helados, su cabeza retumbando.
Cerró la puerta y vio el bolso de su madre sobre la mesa, también añeja, que ocupaba el centro de la cocina-comedor.
El olor del pueblo siempre lo hacia pensar en la tierra que se prepara para recibir el agua. Era un pueblo mohoso, o tal vez se lo pareciera, porque su soledad era un cadalso que rebanaba toda relación con el entorno. Su madre le tenía prohibido salir. También jugar con otros niños. Sólo le estaba permitido leer. Y escribir cada día las lecciones de un viejo libro de estudios que su madre usaba para que hiciera tareas en la casa. No iba a la escuela.
Buscó las deportivas bajo la cama, y al alargar la mano, encontró la bolsa.
Su madre no los había escondido. Seguramente él mismo los había dejado allí. sus dientes castañeteaban mientras se ataba los cordones, y con la bolsa en el bolsillo, salió de la casa.
Alrededor, se abría un oscuro panorama. Sin saber cuánto tiempo pasó desde que escuchó la voz de su madre por última vez, encontrándose fuera después de muchos días sin salir, comenzó a correr.
Un auto venía casi a paso de hombre por el camino de tierra. Estuvo a punto de atropellarlo. Al detenerse, un señor rubicundo, de bigotes, descendió para increparlo. Y se echó a llorar.
No pudo emitir palabra, solo llorar, y apretar con una mano los soldaditos de plomo en su bolsillo.
Y la voz, estancada en su garganta, no salía tampoco.
Sentado en la balaustrada de su casa, Jorge recordó la tarde que se hizo noche, el día en que su madre desapareció sin dejar rastros.
Apuró el cigarro que había líado, mientras sentía que su corazón volvía a explotar.De dolor, de impotencia. De miedo.
Ahora, la oscuridad, estaba dentro suyo, sintió que había crecido ese día, y ahora entendía que su tesoro envuelto en nylon era el motivo por el que su madre lo cuidaba tanto. No dejarlo salir era esconderlo. Un modo más de protegerlo.
Entró y recordó sus soldaditos. tan diferentes de los reales.
Porque esos, sus soldaditos de plomo, no sabían lo que era matar. |