Cuando llegué a clase, todo el mundo estaba pendiente a algo que mi vista no lograba a distinguir. Me acerqué al corro que habían formado en el centro del aula, y después de unos cuantas palabras amables y mirada frías me situé justo en el medio de la cuestión.
Y allí la encontré. Era rubia, bajita y gordita. Parecía una alemana perdida en mitad de una playa de Benidorm.
Luego la miró mejor. Se asemejaba a un angelito entre demonios de uñas sucias y dientes amarillos.
Sus ojos azules pasaban de mí a los niños, y luego los fijaba en un punto vacío.
Si Leonardo Da Vinci hubiera estado ante aquella criatura, les aseguro que jamás hubiera pintado la MonaLisa.
Los niños le habían hecho un cerco y ella estaba en medio, como una diva a la que le estan haciendo una entrevista. Sabía que era la niña nueva, pero no recordaba nada sobre ella. Ni su nombre. Así que me agaché hasta su altura, y con la voz de profesora buena y encantadora, le pregunté su nombre.
De más cerca incluso era más bonita.
Sus cachetes redondos y encarnados se movieron en una sonrisa infatil y graciosa, mientras sus labios color de fresa se juntaban y se abrían para decir:
- A usted que le importa...
Muchas veces, las belleza y la sencillez, lo de adentro y lo de afuera, no concuerdan...