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Adoro mi bonita ciudad de Parbarís, así que es fácil entender que me encanta mi trabajo de representante de joyerías, porque me obliga a recorrer sus calles, a pasear entre ellas, a ver sus edificios y monumentos una y otra vez. Cuando tengo avanzada la faena, me tomo un descanso con un café en vaso de plástico mientras contemplo cualquier rincón de los muchos que me gustan.

En aquella ocasión estaba sentado en un banco situado justo al lado de unos de los edificios más emblemáticos de la ciudad: La Pedrería, obra del genial arquitecto Paul Gaudín. Esa fachada repleta de curvas sinuosas, de minúsculos azulejos que brillaban a la luz del sol, de referencias a la naturaleza hasta en el más nimio detalle, lo convertían en una especie de cuadro tridimensional, de poema que cantaba las alabanzas de ese paisaje natural que la ciudad se empeña en negar.

No era extraño que la acera estuviese repleta de turistas fotografiando y fotografiándose delante de la fachada. Y tampoco era nada raro ver a algún guía turístico dando las explicaciones oportunas sobre el edificio, su creador, su origen... Lo que sí me sorprendió fue escuchar a aquel guía.

Básicamente, porque todo lo que contaba a su fiel y disciplinado grupo de turistas, era mentira.
Aquel hombre vestía la chaqueta roja con una chapita con el nombre, gastaba ya pelo blanco, arrugas en una piel ligeramente morena, unos ojos vivarachos y una voz que transmitía un entusiasmo contagioso que parecía impropio de su edad, cercana ya a la jubilación. Me acerqué sigilosamente al grupo a escuchar mejor qué decía. Me picó la curiosidad, ya me entienden. Noté como durante la explicación de vez en cuando echaba un ojo al folleto que llevaban todos. Adiviné que era para decir los datos exactos (fecha de construcción, nombre del arquitecto...) porque eran los únicos datos precisos y exactos que daba en su charla. El resto, era pura invención. Con una semi-sonrisa en los labios, con gestos un tanto teatrales, con la voz preñada de simpatía, narraba hechos alucinantes sobre el origen del edificio, como que en realidad, La Pedrería fue un encargo de un príncipe húngaro enamorado de la ciudad y de una bellísima mujer, a la que, por amor, hizo construir ese bloque, para que cuando ella quisiera venir de compras, pudiera descansar en una casa que recordara la hermosura de los bosques y riachuelos de su Hungría natal. Contaba también que ella, hechizada por el regalo, recuperó una fertilidad que creía perdida y, en una noche de San Juan especialmente estrellada, concibió su primera y única hija, una hermosa muchacha que murió de tuberculosis y que la leyenda dice que se la podía ver por los pasillos en las noches de San Juan buscando a su madre, atraída por la belleza del lugar, de la noche y por la añoranza de una vida segada demasiado pronto.

En realidad el edificio fue pagado por una familia rica del lugar, mecenas y amigos personales del arquitecto, y sus habitaciones fueron ocupadas por adinerados industriales del momento.

Evidentemente, era más romántica la versión del guía. Aunque... una cosa es que procure hacer disfrutar a sus turistas, y otra muy distinta era mentirles. ¿Por qué lo hacía?

En un primer momento, pensé que era un farsante, alguien que había conseguido ese trabajo sin tener la formación necesaria y que, para mantenerse en el puesto, se inventaba lo que fuera. Ayudó a esa idea las miradas de reojo que me echaba. Era obvio, yo no pertenecía a su grupo y ni tan siquiera tenía pinta de turista. Más bien podría tener aspecto de ser un inspector de la Consejería de Turismo, o algo así. Y supongo que, de forma inevitable, mi cara dejaría ver mi sorpresa ante esas explicaciones inventadas.

Sentí cierta pena por él. Estará a punto de jubilarse y lo que menos le convendría ahora sería que le despidieran. Así que ni se me ocurrió decir nada, ni contradecirle en su fantasioso discurso. Quizá lo honesto hubiera sido advertir a alguien de que esos turistas estaban siendo timados, pero hasta ese pensamiento me pareció exagerado. No pude ver a un cara dura aprovechándose de la ingenuidad de unos desconocidos, sino a un superviviente usando su ingenio. Además, me gustaba la forma que tenía de explicar las cosas. Así que almacené el incidente como una anécdota más que contar a mi mujer y en esas cenas con los amigos, y me dispuse a seguir con mi trabajo, que ya había descansado bastante.

Pero un brazo me retuvo cuando me giraba. Para mi sorpresa, era el guía. Los ojos miraban nerviosos, aunque pudo componer una sonrisa amable. Y decirme en voz baja, casi en tono de confidencia: “¿Tiene un minuto?” Con la cabeza me señalaba un bar cercano. Estaba un tanto aturdido, no me esperaba que el guía reaccionara así, pero acepté la invitación. La curiosidad me picaba.
Una vez sentados en la mesa final con un par de cafés entre ambos, el guía comenzó a hablar:
-¿Es usted de la Consejería de Turismo?-me preguntó nada más abrir la boca.
-No.
-¿Le envía la empresa?
-No.

Creo que se le escapó un suspiro ante mis dos contundentes respuestas.
-Entonces... ¿qué hacía allí vigilándome?
-No le vigilaba, estaba en un descanso en mi trabajo y le escuché. Simplemente me acerqué por pura curiosidad.
-Ya veo... y... ¿qué le ha parecido mi explicación?

Sonreí tímido.
-¿Fantasiosa, quedaría bien?

El guía dejó escapar una risa. Se relajó en su asiento.
-Desde luego, desde luego, fantasiosa está bien, jejeje. Gracias, podría haber dicho mentirosa, por ejemplo.

Aunque es verdad que pensé que mentía, en aquel momento no me apeteció decírselo. Simplemente encogí los hombros mientras daba un sorbo a mi café.
-Escuche, supongo que le habrá sorprendido pero... Por cierto, me llamo Antonio. Pues verá... Es, es difícil explicar esto, pero... de un tiempo para acá sufro amnesia, ¿sabe? Una especie de amnesia degenerativa, cada día que pasa me olvido de algo, como si me lo borraran de la cabeza...
-¿Alzheimer?
-Bueno, no sé exactamente, me acuerdo de muchas cosas, ¿sabe? Pero algo así... Y todavía me queda algo de tiempo para mi jubilación y no puedo dejar esto, nadie me cogería ya en ningún sitio... Y me encanta esto, quiero decir, me encanta recorrer la ciudad, explicar los monumentos, las obras de arte, nuestra historia... Aunque... no puedo. Se me olvidan los datos, así que no tengo más remedio que inventármelo. Fui siempre muy creativo, aficionado a escribir relatos, ya sabe, así que no me cuesta inventar historias bonitas que contenten a los turistas. De todas formas, la mayoría ni escuchan, la verdad... - y dijo esto con cierto tono de pesadumbre en su voz, como el actor que no es comprendido por su auditorio- Así que entenderá que vivo todos los días la angustia de que me descubran, de que me echen a casa como el viejo paquete inservible en el que me estoy convirtiendo y... –ahí empezó a fallarle la voz mientras el labio inferior le temblaba.
-No se apure, por mi parte no diré nada a nadie –afirmé rápidamente-. Es más, su explicación me ha parecido más bonita que la real, la verdad.
Ambos sonreímos cómplices. Susurró un "gracias" y, tras disculparme por la prisa que tenía, le dejé invitarme a los cafés con la falsa promesa de que otro día nos veríamos y pagaría yo. Lo cierto es que podrían pasar meses, años antes de vernos. Y, con toda probabilidad, no nos veríamos nunca más. Así que me alejé de aquel bar con la sensación de haber hecho una buena obra y de haber completado esa anécdota curiosa con la que de tanto en tanto nos regala la rutina.


Pero la rutina, o el azar, quiso que nos viéramos antes. Y tan sólo quince días después, más o menos. En esta ocasión pasaba yo por delante del Palacio de la Música Contemporánea cuando oí una voz que me hizo frenar. Era Antonio. Me detuve y allí estaba, con su chaqueta roja, rodeado de un pequeño grupo de turistas mientras señalando a los adornos que embellecían la fachada soltaba una de sus “explicaciones”:
-Como verán por los motivos que adornan la fachada, se trata de una obra del gran arquitecto Doménico, conocido por su filantropía y amor a las artes, en especial a la música. Lo que pocos saben –y aquí Antonio adoptó un tono de confidencialidad- es que Doménico era así mismo miembro de una secta secreta. Se consideraban herederos de la Grecia clásica, de ahí esa adoración por la belleza del cuerpo humano, de la armonía de las formas, de los colores... Y, ¿saben ora cosa? –todos se acercaron intrigados- este Palacio se construyó en realidad como templo para esa secta. Todo el interior está plagado de símbolos que hacen referencia a sus creencias. El hecho de venir aquí a escuchar música era para ellos su forma de citarse... Es más... se cuenta que aquí dentro, ciertas noches, realizaban rituales... ¿cómo diría? ¿Picantes? –dijo guiñando el ojo divertido- Dentro les enseñaré los palcos, lo entenderán todo.

No tuve más remedio que sonreírme ante semejante historia. Doménico fue precisamente conocido por su beatería y piedad, por una vida austera y llena de privaciones voluntarias, y Antonio lo había convertido en un adorador de las orgías, ¡nada menos! Eso seguro, los turistas entrarían encantados al Palacio y apostaría a que se fijarían en los detalles más que ningún otro.

Cuando el guía se apartó para dejarles pasar por la entrada, le saludé levemente con la mano. Creo que me vio, pero no me respondió. Quizá, tras saber que yo no constituía ningún peligro para él, no tenía mayor interés en mantener contacto conmigo. Quizá es que no me viera realmente. Quizá tenía prisa, al fin y al cabo estaba trabajando... Quizá... En fin, “demasiados quizás para un simple gesto”, pensé. Así que continué mi marcha y me centré en lo mío, que para eso me pagaban.


Pero como también me pagaban para patearme la ciudad, volví a tropezarme con mi particular guía semanas después, frente al templo Familia Sacra, famosísimo en el mundo entero por su majestuosidad y su original concepción de la arquitectura religiosa. Antonio estaba allí de pie, con la cabeza hacia arriba, absorto en la extraña belleza de la fachada principal. Como vi que los turistas estaban más o menos dispersos haciéndose fotos, me atreví a acercarme a él.
-¿Cómo está usted, Antonio? ¿Me recuerda?

Bajó la cabeza y me miró como quien despierta de un sueño, ligeramente sobresaltado y parpadeando. De pronto, vi a otro hombre con chaqueta roja que se acercaba a los turistas. No sé por qué, pero me sobresalté. Estaba claro que Antonio se había ensimismado mirando el templo y temí que otro compañero (más joven, más ambicioso) le tomara por despistado y pudiera crearle problemas. Fui a tirarle de la manga de su americana cuando descubrí que le faltaba un botón. Y eso hizo que mi gesto quedara abortado, en el aire, como quien plantea una pregunta esperando respuesta.

La respuesta me llegó cuando el joven guía comenzó a repartir las entradas entre los turistas y los dirigió hacia la puerta. Antonio ni se estremeció. Seguía allí, de pie, mirando fijamente con ojos perdidos el monumental edificio. Sin saber muy bien por qué, agaché la cabeza como el que va a recitar una oración en silencio, a pesar de que en mi vida no había rezado nunca. Probablemente no quería ver los ojos de Antonio, no quería ver como sus ojos ya no me reconocían, no quería mirarle mientras me giraba, no quería que me viera mientras se me escapa una leve lágrima.

Durante días me embargó una sensación de tristeza que no lograba quitarme de encima. Por eso escribí este relato, para olvidarme de esta historia. Eso sí, aunque suene contradictorio, por la memoria de Antonio, espero no haberme olvidado de nada.




© ® Pedro Marín Mármol, 2003

Texto agregado el 18-03-2004, y leído por 1253 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
29-08-2011 Yo, como habitante de Parbarís, me quedo con las explicaciones de Antonio, sin duda... nomegustanlosapodos
30-09-2004 ¡Qué bueno! asi se inventan las historias, ¿o no?. Excelente jorval
14-05-2004 Cuento estupendo. Redondo. Gracias, por él. islero
24-04-2004 excelente escrito, gracias por compartirlo, besos lisinka
14-04-2004 ¿Qué puedo decir? Mucho me hubiera gustado ser un turista guiado por Antonio. Emocionante relato. Pega fuerte, como a menudo, muy a menudo lo hace la vida. Mis estrellas y saludos. islero
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