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EL ANGELITO Y EL ZAFRA

A las maduras y abuelas les llamaba madres, a las mozas, chachas y a la hora del vino, en la taberna, procuraba congraciarse con los hombres. Significar que, cuando deambulaba por el pueblo de Albalate, buscando probar los caldos, era frecuente encontrarlo cerca de las tinajas en las cuevas del Carril, Tercia o Peñas.

Edad incierta, toscos andares, barba crecida, boba sonrisa; Ángel su nombre, si bien a él le gustaba que le llamaran Angelito. Era de clase, de los de antes, nómada indigente de verdadera casta, pobre acreditado que ejercía como tal. Vivía al día comiendo lo que le daban, lo proveían de ropa y no llevaba saco ni alforja. No conocía la codicia y no amontonaba, como otros, mendrugos de pan ni tarros con manteca. Una frasca de vino que cabía una azumbre, casi siempre seca, era su único ajuar. Afirmaba que el áspero camino había que cruzarlo ligero de peso y no como el desgraciado del Zafra que andaba arrastrándose cargado de rancia comida y de chatarra.

Ambos, en su oficio de pobres, a veces se miraban con recelo. No obstante, aunque marcharan por veredas distintas, a menudo desembocaban en la misma villa. Los lugareños sostenían que en el fondo se buscaban, que en su miseria, para aparentar ser algo, andaban juntos. Al encontrarse, el Ángel reconvenía al Zafra con su monocorde y sempiterna prédica.

-Zafra, eres más burro que pobre, eres animal de carga y sólo te falta la albarda. Tanto cazo y tanta alcuza, ¿para qué? ¿Para qué tanto perol y puchero? ¿Y la sartén oxidada? ¿Para qué tanta quincalla?

El Zafra, bajaba la cabeza y se callaba. Se sometía al veredicto o plática y, además, era inútil protestar pues faltaba lo del saco.

Aversión sentía el Ángel por el saco del rival, no pudiendo imaginar que él, a no tardar, sería dueño por siempre de objeto tan denostado.

-Zafra, ¿y ese saco para qué? Su peso te dobla el lomo y la bazofia de dentro apesta tanto, que los perros le hacen ascos. No me ofrezcas ese bodrio pues, en la casa de enfrente, me han preparado mis chachas un puñado de almendrucos, un racimo de uvas pasas y torta untada en aceite.

Feliz era el Ángel con el trato que le daban los humildes aldeanos. Si invierno, le procuraban acomodo en la cuadra al lado de la yunta. En un rincón, una vieja trilla lo aislaba de las bestias para evitar ser pisado o coceado, un montón de bálago hacía de cama y un serón doblado era su almohada. En otras ocasiones le permitían entrar a los pajares no sin antes averiguar que no llevaba cerillas ni chisquero. Que además del tinto le gustaba la picadura de tabaco y no fuera a ser que, como aquella vez, prendiera fuego.

Ocurrió en pueblo aledaño y fue una desventura y descalabro. Ardió el pajar y apriscos colindantes, se calcinaron aparejos y avíos de labranza, se achicharró un verraco en su pocilga y se carbonizaron seis ovejas y un borrico. Todo ello, sin contar las gallinas y conejos asfixiados.

Desde entonces se reprimía, pues también se chamuscó su pelo y para sus adentros mascullaba que nunca más fumaría en los pajares. De esta guisa reposaba y allí cenaba la ración de pan que mojaba en la pringue que le daban.

No era alborotador ni molestaba y, cuando se alejaba de la zona y tardaba en regresar, se le extrañaba. Siempre recibido de buen grado, su retorno resultaba familiar. Por lo demás, el pobre solemne, el indigente, era a la vez un poco tonto. Al menos, además de pordiosero, algunos le otorgaban el rango de falto de mollera. Otros aseguraban que de tonto nada, que lo que pasaba es que no quería dar golpe, que era un pícaro simulador, un comediante y consumado holgazán de siete suelas.

Sólo llamaba a las puertas de las casas cuando sentía retortijones en las tripas, cuando, vacío el estómago, la pertinaz hambre exigía el auxilio de pitanza. Entonces se acercaba a la primera vivienda que encontraba, golpeaba la puerta y gritaba confiado:

-Madre, que estoy aquí, que soy el Angelito. Dame un cacho de pan y algo de chicha que tengo gana. Un breve inciso y, meloso, modulando la palabra, añadía: –Y por favor, madre, un tarro de vino que mi frasca anda vacía.

-Espera Angelito, espera un momento –contestaba la matrona. Ahora te saco dos rebanadas de pan, un tazón con aceitunas y una cebolla pequeña.

-No, madre, aceitunas no, que tengo la manía de tragarme los huesos, los huesos estriñen mi intestino, se me atasca el cuerpo y luego no puedo cagar. Y ahórrate la cebolla para los guisos del puchero que da dentera y cruda se agarra a la garganta. Sácame el pan, un poco de tocino y mira a ver si sobró algún chorizo de las judías de la noche. ¡Ah, madre! Y no te olvides del tarrico con el vino.

Con los hombres era más distante porque a veces le mandaban trabajar. Alguno, a veces le decía:

-Angelito, ven conmigo a la era y ayúdame a aventar que terminada la faena habrá un zurrón con buen condumio.

Él, estirado, solía responder:

-¿Te has creído que el Angelito es tonto? Tengo la carrera de pobre terminada, mucho me costó sacarla, las palas y las horcas causan encarnaduras en mis manos y mi piel no aguanta el picor del tamo de la mies. Para ese menester, mejor llamas al Zafra.

Sólo acudía al tajo si le llenaban su frasca con vino o aguardiente. Porque, a estas alturas del relato, huelga decir que el Ángel también era borracho. Desde luego, borracho no agresivo, de dormirla sin meterse con nadie, un buen borracho que siempre terminaba evocando a sus chachas y cantando latinajos.

Y es que sus lozanas chachas estaban de rechupete y le gustaban. Que no en vano cuando jugaban a la comba y al saltar veía sus enaguas o un poco de pantorrilla, de inmediato sentía cómo su virilidad se agrandaba y removía. A veces, cuando ellas se bañaban en el río, bajaba hasta la poza y, escondido entre zarzas y malezas, no quitaba ojo de muslos sugerentes ni de pechos cubiertos por mojadas sedas transparentes que él adivinaba prietos y jugosos. En otras ocasiones, procurando no ser visto, se encaramaba a los bardales de cortes y corrales donde, secándose al sol, estaban tendidas las bragas de sus chachas. Las olía, las tocaba y se decía: así debe de oler el cielo y así de suave será el manto de Dios.

En cuanto a lo de los latinajos viene a cuento porque él, a su manera, era cristiano. Procuraba arrimarse a las sotanas de los curas y decía que junto al clero se encontraba confortado, que la hogaza de sus mesas era más tierna y que los pichones, las chuletas de borrego o el pernil de gorrino no faltaban. Y lo mejor: siempre buenos caldos en las botas o porrones.

Volteaba y hacía repicar las campanas de la iglesia, ayudaba al párroco a colocarse los manteos y cuando preparaba el vino para la eucaristía, se mojaba un dedo y lo chupaba. Después escuchaba misa atentamente y comulgaba a la vez que se daba tremendos y exagerados golpes de pecho. Apuntaba que la oblea consagrada le acercaba a Dios y, de paso, algo alimentaba. Allí aprendió a tararear cantos gregorianos y un latín muy particular que, con alborozo y burla de los críos, le servía para emular al cura e improvisar sus misas en las gradas de la iglesia o en rollo de la plaza.

Nunca se le vio crispado, y sólo una glacial noche invernal increpó con furor al otro desheredado, al zampón del Zafra. Él apuraba el vino de su frasca mientras el compañero roía sus corruscos. Lo apreciaba, pero mientras comía, reconvino su gula y le gritó:

-Zafra, ¿no te hartas ya? Vas a reventar. El ansia te hace llenar tu saco sin tino ni medida y no dejas de comer en todo el día. No atosigues a mis madres ni a mis chachas con tu avidez pedigüeña y búscate cobijo en otro pueblo.

Buscó el Zafra descanso en su covacha y él, desabrigado, quedó varado en la lúgubre noche de negros nubarrones.

Una azumbre de vino en la barriga, un hilillo de voz que entonaba letanías y un cuerpo vacilante que se hundía. Sorbió la última gota de la frasca y vagó a la deriva con paso zigzagueante y dando tumbos.

En la gélida noche, borracho, fuera del pajar, cubierto de nieve, el Ángel, para siempre se durmió.

Sus madres, sus chachas y también los hombres al lado de la tumba, la curia de la comarca a la cabeza y en el fondo un cuerpo inerte y un saco colmado de mendrugos.

El Zafra, abatido, gemía desolado, musitaba latinajos heredados, con sus manos echaba tierra al hoyo sepultando a su amigo Angelito y enterraba, de igual forma al que, hasta hace poco, había sido su saco.


Texto agregado el 13-08-2007, y leído por 500 visitantes. (19 votos)


Lectores Opinan
29-09-2007 Estupendo, relato, entretenido, picaresco, aleccionador. Una joya literaria ***** SorGalim_Plus
28-09-2007 Impecable,pulcro,creativo, medieval,5 letras_latinas
27-09-2007 Valgame Dios que narrativa, que pureza y encanto, vaivenes de realidades plasmadas magistralmente, tus ***** cochalluyo
26-09-2007 "Tengo la carrera de pobre terminada", esa expresión casi me produce envidia... Un relato excelente, lo recorrí con gran placer. 5* andrula
24-09-2007 Pasar por tu refugio y leerte es un verdadero disfrute. Una narrativa impecable, a cada historia que escribes le das un ensamble poético muy particular que hace que quien te leer se transporte a esos lugares y vivencie cada circunstancia que describes. Aunque existen muchos personajes muy parecidos a Angelito y Zafra, estos dos me han emocionado. 5*s Un abrazo shou
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