Se pasea por el parque, dirigiéndose a la pileta, pero el jardín es inmenso. Los pies se mueven con un suave compás, marcados rítmicamente. Parece no percibir sus alrededores. Un mundo ocre lo rodea. Es otoño. Todo recae en una tonalidad rojiza a amarillenta. La susurrante alameda y la gramínea y los nobles robles y las majestuosas fuentes y el canto de los pájaros pasan desapercibidos. Llega el ocaso, los colores se van perdiendo.
Apura el paso. La pileta, según el plano, estaría siguiendo setecientos metros por el mismo sendero, luego a la derecha y ahí sí, ya se vería. Sus manos tiemblan, va perdiendo la determinación. Los arbustos forman particulares objetos, como si algo se ocultase en su curioso cuerpo. La pileta ya se puede distinguir, el canto de las aves adquiere un tono cada vez más trágico, mientras que su paso se torna cada vez más nervioso. Una brisa sopla y las aguas se agitan ínfimamente. Se detiene, como maravillado por esa puridad cristalina; sin dudar se sumerge. Toca el fondo y se queda allí por un momento. El nerviosismo vuelve y quiere salir a la superficie, necesita aire pero algo no se lo permite, sólo intenta olvidarse de los tiempos y los dramas de la ciudad, la agitada e histérica ciudad. Ahora comienza a agitarse repulsivamente como en un vano intento de contener su deseo de salir a respirar y siente el sabor pútrido del agua en su boca, mientras su vida, sus aspiraciones y sus más íntimos deseos pasan frente a él como en una confusa nebulosa. Lentamente se va olvidando de todo, y su deseo es contenido; encuentra la paz.
A la mañana siguiente, un jardinero halla un cuerpo inerte en las verdes aguas matinales del ya olvidado parque.
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