Yo estuve allí cuando todo comenzó.
Caminaba por la calle peatonal, uno más entre los que paseaban tranquilamente o miraban escaparates, pero mi intención era acabar con todo aquello.
Estaba furioso con el mundo, estaba hastiado de los menosprecios y las injusticias y de ser ninguneado. Estaba hasta las pelotas del cinismo y ya no me importaba con quien iba a pagarla, buscaba a gente con buen aspecto, que tuviesen dinero y pareciesen felices, para soltarles dos crudas verdades de plomo. Un solo segundo sería suficiente para sacar el arma de la pistolera y ¡Bang! ese tipo de ahí caería redondo, con los sesos al viento.
Algo fue mal, el jaleo llegó desde el fondo de la calle, donde estaban los carteles luminosos de los comercios más modernos. Primero fue la luz, un fogonazo fluyó recorriendo el paseo, doblando cada esquina e invadiendo hasta el más ínfimo recodo en tan solo un segundo, clavándose en mis pupilas como un millar de dardos blancos.
Supe que había ocurrido algo gordo, tuve esa sensación, cuando te llenas tanto de miedo que si masticases podrías saborearlo. El corazón bombea con la potencia de un reactor atómico a pleno rendimiento, y el tiempo se ralentiza, alargando los segundos en minutos. Sientes tanta energía que podrías correr durante meses sin detenerte, pero te quedas inmóvil porque al llegar el momento crítico no sabes cómo reaccionar, así que las pupilas se dilatan como si intentasen echar al iris del ojo y captan con dolorosa claridad cada centésima de segundo de la escena, proyectándola directamente en el cerebro a cámara lenta.
Una onda violeta perseguía el destello que recorrió las calles, era una especie de energía pseudo-transparente que barría la calle haciendo estallar en pedazos las cristaleras de los comercios, llenando el aire con nubes de esquirlas de vidrio.
Entonces el sonido arrasó el lugar, dejando en mis tímpanos el zumbido silencioso de la sordera, y la gente empezó a hacer aspavientos.
¡ZUM! Y al final de la calle una cabeza explotó como una sandía madura golpeada por un mazo, pude ver la estela ondulante del disparo, lo cual no debería ocurrir… Además todo el mundo sabe que los disparos hacen ¡BANG! No ¡ZUM!
¡ZUM! La señora se desplomó mientras su brazo realizaba un doble mortal en el aire, regando con el rojo a los niños que la acompañaban, mientras miraban alucinados hacia el infinito.
¡ZUM! Empezaron a reaccionar, el pánico se extendía con torpeza a lo largo de la calle, observé los movimientos ralentizados de la gente intentando averiguar de qué huían, tropezando con los que intentaba curiosear sobre qué demonios pasaba.
¡ZUM! ¡ZUM! ¡ZUM! Y estalló el pandemonium, los chorreones de sangre saltaban entre la multitud, vi las piruetas imposibles de los miembros cercenados por las descargas, los baños de intestinos y los tendones intentando mantener unidas las partes del cuerpo que se desgarraban.
El extraño tiroteo sembró el aire de trémulas líneas de aspecto verde translúcido, como las colas de una jauría de cometas en miniatura. Seguí su pista hacia el cielo, su camino empezaba justo sobre la calle, a la sombra de los edificios, donde se alzaba una figura extraña que cabalgaba una máquina voladora de aspecto felino. El ser tenía forma humana, pero no me arriesgaría a asegurarlo pues parecía un amasijo de metal, juntas y mallas, perfectamente fusionadas. Tenía, en lugar de cara, un espejo pulido que reflejaba impasible la matanza que tenía lugar bajo sus pies, el enorme cañón acoplado a su cintura disparaba como si tuviese voluntad propia, pues el propietario parecía ocupado en usar sus miembros mecánicos para manipular sendas armas “zumbantes”.
El plan a la mierda, se me habían adelantado.
Corrí para salvar la vida apartando a la gente a empujones y me refugié en el comercio más cercano. La verja me impedía pasar, la habían cerrado con un candado, pero dado el caos que reinaba no importaba ya que reventase la cerradura a tiros.
¡Bang! ¡Bang! Estos sí sonaban como debía ser, y abrí de un empellón. Una vez en el interior busqué una salida, ignorando la caja y las preciadas mercancías me abalancé sobre la primera puerta que encontré. Unas escaleras me conducían hacia arriba, desembocando en el interior de un edificio de viviendas. Parado en el rellano, me asaltó una idea si cabe más descabellada que el plan que concebí en un principio, cuando empecé aquel funesto paseo, y en lugar de descender para escapar a la calle decidí subir hasta lo más alto del edificio.
El sudor recorría mi cara y empapaba mi camisa cuando alcancé la azotea, aspirando profundamente me asomé a la calle y traté de localizar al hombre de hojalata. Allí estaba, cabalgando su tigre de metal, solo había que seguir los surcos verdes de sus disparos. Había avanzado por la calle, pero aún no era suficiente. Me retiré y me coloqué en el medio de la azotea, tomé aliento y emprendí la carrera con decisión, tanta que cuando me di cuenta un abismo de siete pisos de altura se abría bajo mis pies, que seguían moviéndose en el aire como pistones. Corrí sobre el viento y caí en el tejado del edificio contiguo, que por suerte tenía dos pisos menos, de manera que me dio la ventaja que necesitaba para mi salto. Me hubiera gustado decir que descendí sobre la azotea como un saltador de trampolín que rueda sobre sí mismo en el último momento, para levantarse sano y salvo y saludar a un público invisible. Lo que ocurrió en realidad es que los pies y las manos no tenían la fuerza suficiente para detener la caída, y mi cuerpo se estrelló contra el suelo con un golpe seco. Escuché el crujir de mis costillas, intenté incorporarme pero las manos me fallaron, resentidas por el brutal golpe, y mi cabeza golpeó el piso. Entonces sentí cómo se retorcía mi estómago, obligándome a vomitar boca abajo.
Allí tendido me llegaron los sonidos de la matanza que tenía lugar abajo, frente a la entrada de aquel mismo edificio. Esta vez sí pude incorporarme, aunque el dolor era casi inaguantable, me deslicé renqueante hacia la barandilla. El hombre máquina estaba justo debajo, dirigiendo su aerodeslizador. Desenfundé, sujeté el arma con ambas manos y cerré un ojo. Solo necesitaba un disparo, apreté el gatillo y… Me estaba mirando, a través de su cara de espejo, juraría que hizo un gesto de reconocimiento, y la bala se perdió en la distancia. Había fallado y además había revelado mi posición.
Intenté correr, pero dolía demasiado, el ser ascendió suavemente como si levitase y se apeó de su máquina. Llevaba algo en la mano, pero no le iba a dejar usarlo, apunté sin mirar y apreté el gatillo con desesperación hasta que escuche el “click,click” del cargador vacío. Las balas rechinaron al chocar contra el exoesqueleto metálico y soltaron chispas, pero el disparo final había dado en el blanco, el espejo se quebró y vi la imagen de un hombre con una pistola en la mano, sudado, vomitado y aterrorizado, desmoronándose en mil pedazos, revelando algo si cabe más turbador. El cuerpo se desplomó con un brazo extendido, y pude ver la cara escondida tras el yelmo.
Era la mía. Aquel espejo parecía una broma de mal gusto, sí, bajo la armadura estaba yo. Sin duda, me acerqué y lo comprobé. Eran mis rasgos, cubiertos de sangre y desfigurados por la muerte, pero los reconocería en cualquier parte. La mano que dirigía hacia mí no portaba arma alguna, sino una carta. Con un último esfuerzo “me” la arrebaté de mi cuerpo inerte y la leí como si todo aquello no fuera más que una alucinación. Esto es lo que decía:
“Felicidades, hoy te has suicidado, pero tranquilo, aún te quedan quince años. Esa será la fecha, cuando encontrarás el artefacto. Pero no te preocupes por ahora, solo te queda una cosa por hacer, unos cuantos disparos más en la cara y nadie me reconocerá, es decir, te reconocerá. A partir de hoy serás un héroe. Piénsalo, lo que ibas a hacer hoy, ibas a perder lo poco que te quedaba, pero tranquilo, te reconfortará saber que al final hiciste lo que te proponías… Nos hemos conseguido una nueva vida, sácale partido a tu heroísmo, disfruta, pero recuerda, dentro de quince años tienes una cita, esta es la hora, esta es la fecha, este es el lugar. Ya nos veremos…”
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