No tuve otra salida que acudir a esa vieja oficina a recuperar lo perdido. Nunca había requerido ir antes, pero por comentarios de personas que si han acudido, sabía que se trataba de una vieja oficina. Me desperté muy temprano esa particular mañana, e hice todas las cosas típicas que se realizan en la primera hora del día, como ducharme, desayunar, cepillarme los dientes, etc. Con mi traje azul estilo gastado, y zapatos negros rápidamente lustrados, salí presuroso hacia el sector este de la ciudad, con mi mano derecha en el bolsillo de mi chaqueta, masajeando un pequeño papel donde estaba escrita la dirección de mi destino.
“¿Será tan fácil como me explicaron? ¿Sólo debo llegar y reclamar mi pérdida?”
Esas y otras cavilaciones que no valen la pena mencionar embargaban mi mente, mientras me dirigía en el atestado bus, tratando a duras penas de conservar un mínimo de intimidad entre tantos apretones y empujones.
Aproximadamente una hora y media me demoré en el viaje, y por suerte, después de una hora, el bus ya se había descongestionado bastante, incluso pude sentarme en el trecho final.
Al llegar a la parada, me di cuenta que no conocía mucho ese barrio, así que hice lo más inteligente que haría un extranjero; saqué mi papelito con la dirección y se la pregunté a un vendedor de diarios que se encontraba al cruzar la calle. Éste, al ver el mencionado papelito me miró con ojos incrédulos, volvió a ver el papelito y luego nuevamente me miró, ahora con una evidente sonrisa irónica y burlesca.
No entendí el significado de las miradas ni de la risa, tampoco me atreví a preguntárselo. Lo único bueno fue que sabía cual era la dirección y estaba a apenas cinco cuadras del kiosco.
Al ir llegando, tremenda sorpresa, ya se había formado una fila ante una entrada del edificio que llevaba el número de mi dirección.
- Esta es la fila para… - preguntaba con un poco de vergüenza a uno de los que ya había llegado.
- Sí, es para eso que tú quieres.
Me fui al final entonces, reflexionando sobre como sabría esa persona que es lo que yo quería. ¿Sería tan evidente? ¿Será que todos los reunidos tenemos el mismo estigma?
La mujer que estaba frente a mi se dio vuelta, sólo para mirarme, y esbozó una sonrisa donde pude apreciar restos de labial en uno de sus dientes. Lo único que pude hacer (tratando de esconder mi repulsión) fue devolver el saludo lo más rápidamente posible y hojear el diario que le había comprado al vendedor, no sé si por agradecimiento u obligación.
En eso, la vieja puerta de madera se abre y el grupo de personas comienza a ingresar primero lenta y luego rápidamente, por lo que pronto me vi al interior de un amplio salón, nuevamente conformando una fila, ahora más estructurada, delimitada por cuerdas hechas especialmente para esa función. Una a una las personas ingresaban a una pequeña salita, con una demora de más menos cinco a diez minutos. Desde donde yo estaba no lograba ver el interior de la salita, así que me esforcé en captar las caras de los entrevistados, para tratar de intuir como sería mi entrevista. En el rato que estuve esperando logré detectar algunas personas claramente dolidas, con ojos hinchados y mejillas mojadas y, otras saltaban y reían muy entusiasmadas.
Después de algunas horas, finalmente llegué a la sala. En su entrada se leía un cartel pintado a mano sobre una tabla encorvada de cholguán: “ORAP”. Al ingresar, cerré la puerta y esperé al hombrecito que se encontraba tras el escritorio, aparentemente muy ocupado en timbrar unos formularios de color amarillo. Debido a que por parte de él no hubo atisbo de preocupación por mi llegada, decidí tomar la iniciativa.
- ¿Disculpe, esta es la Oficina de Recuperación de Amores Perdidos?
- Sí, por supuesto. – me dijo medio enojado, medio hastiado, ahora guardando los formularios amarillos en un archivador.
Decidí esperar a que terminara su trabajo, no fuera ser cosa que se enojara conmigo y ahí sí que mi última esperanza se desvanecería para siempre.
La habitación era muy pequeña, como de tres metros por tres, apenas cabían el escritorio con una silla, ocupada por el hombrecito, y una repisa atestada de archivadores desordenados y empolvados.
La persona que se encontraba frente a mi no tenía un aspecto muy agradable, con una camisa de cuadros gastada y manchas de algo que podría ser salsa de tomate antigua. Usaba unas gafas para miope, de marco negro y grueso, una incipiente barba, y, los más extraño, sudaba como un cerdo (si es que los cerdos sudan así), pese a que la temperatura ambiente era bastante refrescante.
- ¿En que lo puedo ayudar?
- Bueno, eh… he venido a… ¿usted sabe, no?
- Sí, sí, sí, a todos les da vergüenza admitirlo... Bueno vamos a llenar este papel. – me decía con tono despreocupado, mientras sacaba un nuevo formulario amarillo de un cajón del escritorio.- La persona en cuestión, ¿es hombre o mujer?
- Mujer, por supuesto…
- No se ofenda, aquí yo veo de todo, todos los días…¿Nombre?
- ¿Mío o de ella?
- De ella… - respondía de mala manera el hombrecito.
- Carolina Tapia Muñoz.
- Cuénteme, ¿bajo que circunstancias ella se fue?
- Bueno, estábamos en un concurso de salsa, y repentinamente, sin previo aviso, se marchó… desde ese momento que no la veo.
- Ah, claro, me llegó un memo al respecto.
Ya a esas alturas estaba muy confundido.
- ¿Un memo? ¿Cómo es posible?
- Bueno, a eso nos dedicamos nosotros, no se asombre.
Quise seguir protestando, pero al ver que no obtendría más respuestas, continué respondiendo a todas sus preguntas, y debo decir que algunas de índole bastante personal.
Finalmente después de analizar mi caso, el hombrecillo me dijo:
- Bueno, el recuperar al amor de tu vida tiene un costo, ¿lo tienes claro?
- Me imagino… ¿de cuánto estaríamos hablando?
- En primer lugar debes deshacerte de tu dignidad, ya nunca podrás gozar de ese privilegio. También deberás renunciar a tus sueños personales, es decir, nunca completarás tus estudios universitarios, nunca tendrás una mascota canina, nunca saldrás del país a conocer el mundo, entre otras cosas y…
- ¡Un momento! ¿Cómo sabe usted cuáles son mis sueños? ¿Qué acaso el gobierno nos espía, lleva un registro sobre nosotros? Exijo una explicación. – demandé a esas alturas en un autoritario tono de voz, mezclado con esa sensación de impotencia que me invadía completamente.
- Eso no viene al caso. Además le cuento que tendrá que renunciar a su derecho de ser feliz y de ser amado. ¿Está dispuesto a pagar ese precio?
En ese momento, todos los recuerdos lindos de ella se agolpaban en mi mente, haciendo fila para tratar de convencerme que eso era lo correcto, que no importaba el precio… Todas las cenas en que la invité, como si ella fuera una diosa, todos los regalos que le compré y su carita tierna de agradecimiento… Podría decir tantas cosas buenas de ella… Por ejemplo que… que es el amor de mi vida, con eso basta, ¿no cierto?
En ese momento, miré al hombrecillo, mis hombros pesando una enormidad, mis ojos luchando para retener esas lágrimas guardadas.
- No se preocupe, yo le entiendo. ¿Qué hombre está dispuesto a regalar su dignidad, sus sueños personales, el derecho a ser feliz y de ser amado? ¿Usted la ama tanto así?
Un gran suspiro acompañó la última pregunta de esa extraña persona. Me di media vuelta sin despedirme y me fui.
El hombrecillo procedió a timbrar el formulario y archivarlo en la carpeta de “Recuperaciones desechadas”.
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