La vida es un origen, la memoria es un origen, todo en esta vida implica un comienzo, así como supone un final. Los sucesos, ignorados u olvidados por el mismo asunto de que para unos no tiene importancia, aquí si la tiene. Nunca podremos saber adonde hemos llegado, sin saber de donde venimos. Los pensamientos, las infinidades. Las horas de la niñez esperando eternamente como sería el mañana, las malas pasadas y las buenas, los recuerdos y la primera vez. Toda aprehensión de una primera vez es impactante, es fugaz, pero queda grabada en la memoria. Y ésa memoria, esos inicios, esos recuerdos de lo que nos pasó, marcan la primera etapa de nuestra vida que es cuando nos formamos como hombres, y ésta primera vez, para mi gusto nunca cesa de pronunciarse a lo largo de nuestra vida. Y bueno es el Exordio de la vida, el origen de ésta tal como nos es presentada. Los pensamientos originales son los que valen. Aclaro que no es éste volumen biográfico. Aunque rememora y objeta las cosas que me quedaron pendientes en algún instante de mi existencia. Decir que es irrisoria sería una infamia. La niñez jamás será ridícula, aunque cuando grandes nos riamos a carcajadas de lo que nos pasó cuando niños.
Todos los sábados día de mercado estaba la anciana en el centro de la plaza vendiendo sus empanadas, arepas y masato. Cabrera era pequeño, como todo allí, sus habitantes, su plaza y su mercado. Yo la vi todo ese tiempo de mi niñez y llegué a ser su amigo. En frente de su puesto que consistía en sus silla y un banquito donde ponía cómodamente su caneca de masato y su canasta de arepas y empanadas, estaba el puesto de mi abuelita que vendía verduras y legumbres; y a quien yo acompañaba siempre. Todos los sábados. Podría inferir que el sábado era mi día preferido de la semana. Fue allí donde me enamoré de la lectura de Águila Solitaria. Allí empecé a vender mamoncillos desde que mi abuelita me compro una caja para ello. Y allí, mucho tiempo antes mi mamá empezó también a vender con un guacal de bananos. Allí donde me disgustaba el anticuado sonido de los tangos que ponía a todo volumen un vendedor de casettes de segunda mano y allí, donde no existía sábado que no se apreciara, que nunca comiera una empanada con masato de la anciana de en frente. Habían varias razones: primero, porque su sazón era exquisita, el ají era totalmente agradable y después que uno creía que se había comido lo más rico, se tomaba el masato y quedaba uno muy bien. Escuché a alguien una vez que comió una de sus empanadas: ¿Esto sí es disfrutar de la vida! Pero había otra razón, las empanadas valían doscientos pesos, cuando todas las empanadas valían entre cuatrocientos y seiscientos pesos. El vaso de masato también valía doscientos pesos. Por lo que uno se comía cualquier otra empanada, aquí se comía dos y con masato y quedaba uno contento. Yo me comía los sábados tres empanadas. Dos a veces en las menos una. He de admitir que sus arepas eran también deliciosas, pero a mí me gustaban sus empanadas. Eran legendarias.
Mi abuelita después de algún tiempo dejo el negocio de las verduras y se fue a trabajar a otra ciudad. Entonces yo casi ya no iba a la plaza y eso implicaba no disfrutar eventualmente de aquellas sabrosas empanadas con masato. Recuerdo que un día vi a la dichosa anciana llevando sus cosas a la plaza a las tres y media de la madrugada. Siempre era la primera en llegar, y nadie le ayudaba aunque varias veces iba i volvía con sus corotos. Muchos le compraban, pero ella casi no hablaba. Escasamente saludaba, nunca la oí opinar de nada. Parecía que nada en la vida le importara más que sus pocas empanadas se vendieran.
Mis padres decidieron abandonar Cabrera para un futuro mejor. Yo me fui con mi familia de cabrera y no volví en cinco años. Cuando volví (con el presentimiento de que había cambiado enormemente) Cabrera seguía siendo el mismo pueblo, donde vivían muchos niños todavía, y en donde el parque principal, era también el recreacional y la plaza de mercado. Todos mis amigos habían crecido, al igual que yo. Pero algo, a simple vista de toso me difuminó con una profunda tristeza. La anciana ya no estaba allí, los sábados en e el centro de la plaza vendiendo sus empanadas. Nadie se acordaba de ella. Y los que se acordaban no sabían donde estaba, si se había ido, o se había muerto de lo anciana. (Confieso que lloré) nadie, nadie decía nada de ella! Y las empanadas de otras personas no me sabían igual. Y ahora valían entre ochocientos y mil pesos.
No sé que había sido de la anciana. Su ausencia fue lo único que ensombreció la alegría de volver al pueblo que me enseñó a escuchar todos los sábados los tangos de don “Toriado” y a leer a Águila solitaria. Ahora en Cabrera ya no se oyen tangos, ya no se venden revistas de Águila solitaria y no se venden las empanadas de la señora “Josefina” como se acordaría finalmente mi abuelita de su nombre.
Cabrera.
Los inmensurables pinos
El olor que l viento
Trae del río
Las calles bajas
Cortas, anchas. Largas
Interminables y melancólicas
Las casitas pequeñas
Y las materas inmortales
Que colgaba mi abuelita en las escaleras descampadas
Las palmeras vigilantes
Las palmeras vigilantes
El río que nunca duerme
Y los habitantes que miran a todas partes
Tus montañas, escalables
Tus montañas, altas
Tus montañas, inalcanzables.
Los caminos, las veredas, los rincones, los rincones.
Los amigos, los rincones.
Las calles bajas.
En las casitas pequeñas
Y en las grandes y en las anchas.
Y tu plaza bajo el sol
O bajo la luna
Es la misma, es la misma
Que ha sido en cien años.
Los inmensurables pinos
Los inmensurables pinos
El olor que el viento
Trae del río.
Y las personas
Que cruzan por sus puentes
Como si caminaran hacía su sino
Danzan palomas
Alrededor de la iglesia
Ignorando su destino.
En los agostos de mi infancia, me gustaba elevar cometas en los campos y potreros aledaños al pueblo. A mi pueblo de cabrera. Debo decir que mis primeros intentos fueron fallidos, porque la cometa que más alto me elevó fue a una altura de doce metros y caía. Después de los años otras pasiones reemplazaron los agostos que le pertenecían a las cometas y no volví a elevarlas. Cuando tenía cuatro años, sin temor a equivocarme recuerdo que compraron mis padres mi primer cometa. Era como todas las otras, de plástico; y tenía un dibujo que aludía al perro Striker, mascota del mundial del fútbol USA 94. Al atravesar la cerca hacia el potrero con mis demás compañeros, se rasgó con una púa. Nunca antes había dicho yo una grosería hasta entonces. Mi maestra del Kinder Garden me ayudó a remendarla con cinta adhesiva. Parecía aceptable mi cometa, pero cuando todos los demás niños elevaron sus cometas, me animé a elevar la mí, y me encontré con la sorpresa de que no tenía cola. Así que mi primer cometa nuca voló.
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