Miseria y compañía
Entonces ya no sé como detenerlo y comprendo que me mientes, mas tu mentira es la verdad, y la verdad es que a mi ya no me importa. He pasado suficientes horas tratando de convencerme de lo contrario. Pero no puedo, engañarme a mi misma sería el más letal de mis pecados, incluso aún más mortal del que vivimos juntos. El cielo desdibuja a una ciudad de nombre Santiago y a los días de ceniza que desde 1998 no veían nevar. Temo por necesitar de tu piel, de perderme en tu imagen, en tu olor otra vez. No, eso jamás pasaría, de suceder estaría condenada a vivir en ti nuevamente, y eso nunca me lo perdonaría. Una escoria como tú no merece mis lágrimas, estoy cansada, vieja, lo último que deseo saber es acerca de ti. Pero en eso miento, porque en realidad ya lo sé todo, e inconscientemente si me importas, es sólo que quisiera creer lo contrario.
Para aquellos momentos el invierno creía dormirse finalmente, se acercaba Septiembre. Años atrás habíamos jurado permanecer juntos la siguiente primavera, pero como todo en ti, debí suponer que era una más de tus mentiras. Falacias adornadas de tu irresistible imagen; Cabellos grises, ojos al matiz del pardo y la juventud veinte añera que te llevó a corroer hasta el último de mis metales. La caída de Agosto marchitaba tus versos y poco a poco compartí contigo lo único que para ese entonces podrías amar de mi; la fortuna.
27 de agosto del 1998, el amanecer traía recuerdos de nostalgia y libros que sólo eran papel, estabas a mi lado, empapado de lujuria y adornando mi cama mientras adormecías tu carne entre mis sábanas. No sabías ni podrías haber imaginado que años más tarde habrías de estar en la misma situación, tan solo que bajo la nieve.
Página tras página el día se fue nublando, creí que entonces me habrías de despertar e iríamos a jugar en la creciente ola de nieve que las nubes deliraban. Para mi sorpresa te habías ido, lejos ya de mí, a una distancia en la cual ni las tinieblas te podrían alcanzar. Hay cosas que nunca llegué a comprender, recuerdo el día en que nos conocimos, por error por supuesto. Yo caminaba, el único deporte que mi vejez me permite hacer, tú me veías, nunca supe si por inercia o tan solo para mofarte de mi apariencia, el punto es que te acercaste, y me hablaste, como nunca nadie lo había echo antes. Un paisaje de miel y tomates acarició las huertas en las que nos hallábamos. Un paseo rural, las regiones aledañas, paisajes que la región metropolitana guarda con un sacrilegio casi ahumado por el vapor de la envidia y la contaminación de nuestra propia hiel.
Te encontrabas solo, al parecer abandonado por el tránsito y la falta de transportes, me pediste ayuda, un socorro silencioso que prevaleció por encima de nosotros, de alguna manera él fue el culpable de la decadencia, siempre supe que aquel enemigo tácito enfermaría de tisis nuestros corazones, especialmente el tuyo.
El camino de vuelta a casa se vio afectado de serenidad, hacía años que no sentía eso, aquella pasión repentina, casi muerta, aquélla que creí suicidada en el momento en que dejé de amar. Soltera de por vida y con cuarenta y ocho años sobre el hombro, restituí mis entrañas y vomité toda la oquedad que yacía en mi estómago. Me interrogaste de muchas cosas, incluyendo acerca de mis finanzas y de mi capital en bruto. Te lo dije todo, te dije acerca de mi trabajo; una célebre escritora opacada por el óxido de sus propias letras, te dije de mis ingresos, mis múltiples y millonarios ingresos, y tú, tú solo eras un chico. Veinte años, estudiante de cine y conocedor a fondo de mis obras. Llegaste al punto de venerarme, de felicitarme por mi último escrito, “Miseria y Compañía”, según tú la mejor de mis novelas y según la prensa, el peor intento por expresar la soledad femenina. El camino se hizo polvo en el viento, para mí fueron diez minutos, para el reloj fueron tres horas. Vivías en Providencia, en una casucha que apenas se mantenía, ubicada entre las calles Bucarest y Avenida 11 de septiembre, justo al lado del barrio de las luces nocturnas, de la diversión juvenil y de todo aquello que yo no tenía. Antes de bajarte del auto y correr por siempre de mi memoria, me dejaste tu nombre y un abrazo, Emilio. Abriste tu puerta, entraste a tu morada y me saludaste a lo lejos sin mayor intención de compromiso. Conduje destino a Las condes, rumbo a una selva de papel y café que me alejaría un poco de la soledad. Descubrí por lo pronto que mi vida había sido una sombra, que todo en realidad no había servido para nada más que escribir historias de amor que nunca viviría en carne. No lo tenía presente, ni si quiera me imaginaba una vida al lado de Emilio, lo único que deseaba era ser feliz y pactar una tregua con esa guerra de heridos sin sangre cuya muerte se me tenía reservada. Me acostumbré a la idea de vivir por siempre en el tránsito, a describir luces rojas y verdes sin llamas ni maderas, a caminar por los pisos grisáceos y a beber de aquel fragmento lechoso al cual todos llaman café. Destinada a escribir mi propia condena, un destello de luz hipocondríaca desveló el futuro que estaba por vivir. A mi derecha, sobre el asiento en que Emilio venía sentado, yacía un papel amarillento de fibra media cortado con la rapidez en que se cortan los papeles a mano. Escrita estaba mi sorpresa, >Llámame< y una corrida de números danzantes concordando un valet de esperanzas nuevas para mi vida. Se había acabado la guerra, y junto con ello, comenzaba la destrucción.
Tres semanas después me atreví a llamarlo, le dije que me había parecido interesante su opinión respecto a “Miseria y Compañía” y que deseaba con ansias el poder conversarlo nuevamente y que quizá hasta re-editarlo. No hicieron falta más excusas ni palabras, tres horas más tarde almorzamos en El da nubio Azul y alrededor de las once decidimos pernoctar sobre las sábanas, sabiendo que estábamos allí sin otros motivos que nosotros mismos.
Así continuamos un des-romance construido de noches en vela y de masajes asiáticos al amanecer. Yo estaba dichosa, alegre como nunca lo había estado, capítulo tras capítulo comprendí que la novela seguiría perfecta y que el final para mí, aún se comprendía dentro de lo lejano y desconocido. Costeé todos sus gastos, absolutamente todos, pagué todas sus deudas incluyendo su arancel aún impago de la universidad, y finalmente le compré una nueva vivienda cerca de la mía (ya que se rehusaba a ser así de roedor). Lo único que yo esperaba a cambio era beber café por las noches, amarnos tras cada cena y permanecer dos semanas de primavera en Londres o en París, lo que hiciera con su vida no me importaba, lo único que deseaba era eso. Así, desde 1995 hasta 1998, vivimos cubiertos de falsedades y alegrías que suponíamos arrastrar sin dificultad alguna, hasta que un día, no muy lejano de Septiembre, nevó.
Los calendarios desangraban los últimos días de agosto y dejaban atrás uno de los años más felices que mi mente llegaría a recordar. En cada párrafo esperé con temor y tristeza la llegada de aquella primavera en que cumpliría cincuenta y dos años y que habría de significar la muerte absoluta de mis esperanzas por volver a verle. Aquella mañana nevaban lágrimas sobre santiago, supe de inmediato que algo andaba mal. Agosto conciliaba 27 días y yo apenas si sentía que podría vivir un mes sin la compañía de Emilio. Se había marchado, se lo había llevado todo, incluso el auto verde que compramos juntos para navidad. No dejó rastro, ni si quiera una carta, alguna prenda que pudiese recordarme su olor, su esencia. Ya nada quedaba de sus labios, carne fructífera de todos mis huesos. Sentí como si mi médula se partiera en dos, mis vértebras, mi abdomen, letra a letra caí en un vacío continuo que absorbía todas mis tripas. No podría soportarlo, tendría que encontrarlo, dejar que se fuese no estaba en mis recursos. Vivir entre dolor y sangre era mi última opción, cualquier cosa antes de dejarlo partir. Eran las cuatro de la tarde, siempre sospeché que Emilio sería lo suficientemente estúpido como para refugiarse en su antigua casa de providencia, entre las calles Bucarest y Avenida 11 de septiembre. Llegué a penas en diez minutos, se dice que la ira es más veloz que el tránsito. Era cierto, fuiste lo suficientemente estúpido como para dejarme y ocultarte en tu antigua casa. Pero esta vez no estabas solo, llevabas las valijas rumbo a España, acompañado por el dolor y el asco que mi recuerdo te traía.
A tu lado, un muchacho, ojos verdes, cabellos rubios y labios tan preciados como eran los tuyos. Al principio creí que eran sólo amigos, pero luego me entró el asco, la repugnancia, todo, realmente todo lo que hice por ti lo compartiste con otro, con el mismo que pretendías huir a España. No podía creer todo el desperdicio, estrofa a estrofa el libro se quedaba sin páginas ni papel amarillo que describieran un final feliz. Era evidente, pero no lo pude hacer yo, él trató de detenerme, de bloquear la bala calibre dieciséis que apuntaba directo a lo sublime. Emilio corrió, tomó de la mano a su amante y juntos corrieron fuera de la casa, entre las calles Bucarest y Avenida 11 de septiembre. Me sentí invadida del cólera, por primera vez en la vida me sentía culpable, no pude hacerlo. Sin darme cuenta me había enamorado de Emilio y fuese cual fuese su huída, yo debía dejarle partir. Le odiaba, con toda mi alma, pero era mayor el amor que el odio. A veces me siento frente a la chimenea, a observar cómo la nieve cae, recuerdo el sonido crujiente de tus pasos por la nieve, deambulando de la mano por la orilla oscura, creyendo que tras tu espalda yacía mi imagen de ira persiguiéndote. Sé que debió de ser así, que mi cobardía impidió borrarte por mis propias manos, nunca lo llegarás a comprender, no ahora que ya estás muerto. Te vi correr por la avenida, susurrando gritos de frío y cólera desde tus entrañas, primero cayó el otro, luego seguiste tú. 27 de Agosto del 1998, estabas atrapado, bajo toneladas de sangre y nieve, acariciando el metal corroído del automóvil que no viste venir. El crepúsculo te llevó a lo profundo de sus juicios, el avión a España partió sin ti y sin tu acompañante, nunca supe quien fue o qué significo para ti. Realmente no me importa, porque tus mentiras me sedujeron al embrujo cuyo hechizo aún no me suelta. Entonces veo que es mentira, y sé que siempre lo fue, y entonces todo vale nada. Tendré que dejar de recordarte, de otra manera nunca podré dejar de ver esa imagen, esa fotografía de nieve, cemento y sangre. Contigo boca abajo en el cemento, con tus manos enlazadas de las manos de tu amado, acariciándolo, demostrándole el amor que nunca sentiste por mi. A mi llorándote, pero a la vez enojada, por no haberte matado y haber permitido que un animal de metal hiciera añicos tu cuerpo. Con un libro en la mano, yo leyéndote, sentada bajo la nieve, entre las calles Bucarest y Avenida 11 de septiembre, un día 27 de Agosto del 2007. Hacía años que no nevaba en Santiago. Siempre me pregunté cómo sería sentirlo en carne, leyendo “Miseria y compañía” e imaginando ser una escritora cincuenta añera aferrada al recuerdo de no tener con quien compartir sus letras. El libro termina con la muerte de Emilio y el suicidio de Isabel mientras ve a su amado perecer bajo las sombras, debe ser cruel vivir así, entre miseria y compañías falsas, rellenando la ingratitud de quienes no conocen la nieve, en parte me alegro, porque en realidad ya no me importa y que no me importe está bien, y quizá así deje de leer libros de escritoras ya muertas.
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