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El cielo esta nublado. Fuera llueve de continuo, las gotas repican en los cristales mientras en sonido del agua que arrastra por las calles, produce un seseo poderoso. El cielo llora en el día de hoy sin dejar margen al respiro. Llora a moco tendido, sin que nada ni nadie pueda remediarlo.

Hoy es uno de esos días en que la climatología y las ánimas parecen entremezclarse, cruzarse, como una paradoja del destino, producto al fin y al cabo de la maleabilidad humana. Sin embargo, no todo es así de simple, en muchos casos. En ocasiones, el tiempo, el corazón, la sociedad y el alma parecen ponerse de acuerdo para llorar al unísono. Hoy es un día así. Es un día en que el corazón llora, porque el alma llora, porque el cielo también lo hace, y no hay forma humana de pararlo. Es inevitable, indirigible, temible, predecible e indestructible.

Una espiral continua que recorre el mundo desde antaño, sale de su letargo, para sumirme en un depresivo y más que justificado estado de ánimo. Existe desde que el mundo es mundo. Me noto herido, miedoso, vulnerable, con continuas ganas de llorar, haciendo de tripas corazón por mantener las apariencias. Y en el fondo es inútil, porque más tarde o más temprano, toda esa montaña de sentimientos que se almacenan acaba saliendo por algún lado. Siento entonces, que necesito huir del mundo, esconderme, para agachar la cabeza y esconderla entre los brazos, como los niños pequeños, y llorar hasta que se me pase.

El corazón se acelera, mientras un nudo en la garganta va escalando desde algún lugar secreto para oprimirme y dificultar mi respiración. Es el momento de la retirada. Subirme al coche, salir zumbando a algún lugar solitario donde llorar a gusto, mientras observo como llueve. Y casualidades de la vida, los lloros de la madre tierra, cielo y alma se unen en un todo desdichado y terrible, irremisible y desbocado. Dejar que suene Coldplay en el coche de fondo, mientras el agua se funde con los acordes.

El mar hoy tenía un color casi grisáceo. Parecía quejarse, lastimoso, entre el misterio y la soledad del que lo ve todo y nunca dice nada. El viento silbaba ocasionalmente, otorgando más acordes al prodigioso momento, en que sin tapujos lloras a moco tendido aferrándote con ambas manos en la parte baja del volante.

Se entrecruzan imágenes de otros instantes, frases pasadas, libros leídos, momentos soñados, y miedo, mucho miedo. Todo pasa a una velocidad astronómica. Imágenes de la infancia, portadas de discos, revistas, fantasías, sueños, promesas que algún día lancé al aire, prometiéndome cumplirlas como objetivo de mi vida, apoyados por un corazón centelleante y nervioso. Y lloro. Siento miedo de lo que pueda venir. Estoy desorientado, confundido y aturdido como un barco en la niebla. En un continuo debate entre el corazón y el cerebro. El currículum y el sentido de la vida.

Pasan las semanas inalterables, con precisión matemática, con angustia metódica y repetición de ganas de llorar constantes. Todo se aproxima, las respuestas no aparecen y el corazón … se rompe. Escupe cristales mientras sangra, escupiendo ilusiones, indecisiones y versos del poeta Miguel Hernández.

Desde hace días no para de llover en mi vida, pero en fín, como aquello que dicen de que la esperanza es lo último que se pierde, me aferro a una de las frases de una de mis películas preferidas: Nunca Llueve eternamente.

Texto agregado el 08-08-2007, y leído por 124 visitantes. (0 votos)


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