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La portadora de luz

El pequeño miró por la ventanilla y le preguntó al padre de quién era esa espada clavada en medio del cantero y encerrada por unas rejas negras. Luego de pensar unos segundos, el padre le respondió que de nadie, que siempre había estado allí. Quizá fuera un símbolo de algo, la verdad no recordaba qué decía la placa junto a ella. El semáforo se puso en verde, y sin más continuaron su camino por la avenida principal. En la placa dorada se leía “Aquí yace la portadora de luz, testigo del nacimiento del hombre”.

Seis dedos de Apolo se posaron sobre seis teclas de marfil. Luego de una leve inspiración, logró arrancar de lo profundo de su alma un Sol menor que llegó hasta sus dedos. Presionó las teclas con firmeza, y los martillos hicieron vibrar las cuerdas del polvoriento piano de cola. Fue entonces que la oscuridad del gran salón se inundó con un lúgubre Sol menor. Al llegar la música a su cuerpo, Venus se encendió iluminándolo todo. El brillo que irradiaba permitía ahora observar la escena con claridad. Un enorme salón medieval, afligido por el paso del tiempo, contenía en su centro al solitario piano y a su ejecutor. Apolo cargaba de magia a Venus, su compañera, que descansaba sobre un atril de oro en un extremo del auditorio. La música elevaba el polvo convirtiéndole en chispas, y Venus se fortalecía más y más con cada nota que brotaba del pianista. Por incontables años, ése había sido el acuerdo; ella protegía de él, y él la enternecía con la magia de su música. Así continuaba este espectáculo de luces y sonidos hasta el atardecer, cuando Apolo y Venus salían a encontrarse con su destino.

El ciclo se volvía a repetir. Apolo caminaba con aplomo por los laberínticos pasillos de su castillo sin ocultar su desnudez. Arrastrando por el suelo sus enredados cabellos de color azabache, se fusionaba como una sombra más en las penumbras. En el centro exacto del castillo, lo esperaba una habitación con piso de hierbas, azotada por las inclemencias del tiempo. Su dormitorio. Allí, bajo la luz de la luna, su esquelética silueta se vestía de blanco perfecto, desde la punta de los pies hasta el mentón. Con Venus a su lado se encaminaba al establo para comenzar el ritual nocturno.

Baco jamás descansaba, no lo necesitaba. Negro durante la noche y blanco en el día, éste corcel imponía su enérgica presencia en cada paso. Hacía temblar el suelo con su galope junto a Apolo, el único jinete capas de montarlo. De sangre divina, Baco expulsaba vapor de sus fosas nasales y se decía que corría lava por sus venas. Allí, en el establo del Castillo Negro esperaba Baco, impaciente, a que el amo reclamara su obediencia.

El sol se esconde. Saltando desde lo alto de la torre, Apolo aterriza junto con Venus sobre el lomo de su noble corcel…

Muchos siglos habían pasado desde que la Tierra cedió finalmente ante el Señor del mal. Corrompidos por hordas de demonios sombríos, uno a uno fueron cayendo los paladines de la luz; y consumidas por la oscuridad ya estaban las almas de los más renombrados héroes. El mundo vivo como se conocía, estaba pereciendo lentamente con el paso del tiempo. La única esperanza de la humanidad yacía en un pequeño pueblo al pie del Volcán del Destino.

Caratroz era la última ciudad gobernada por el hombre. Al caer el sol, en los dinteles de las puertas y ventanas del pueblo, ardían las velas rojas impidiendo el paso de los espíritus malignos. Nadie que se atreviera a vagar por las calles en la noche volvería a ver el alba. Durante varias generaciones los habitantes resistieron los asedios constantes de las fuerzas del mal. Pero su verdadera salvación residía en un solo hombre.

Algunos aseguraban que Apolo había surgido desde el mismísimo Volcán del Destino, otros pensaban que era hijo de los dioses. Era probable que hubiera existido siempre. Pero lo cierto es que ninguna persona viva lo había visto de cerca para preguntarle.

El cielo comienza a opacarse. Con ritmo apresurado el pueblo enciende las velas y se refugia en sus hogares. Al igual que cada desdichada noche, hombres y mujeres, niñas y niños esperan nerviosos espiando la ciudad desierta por las rendijas de sus puertas y ventanas. El viento hace crujir las maderas, y todos ruegan por que sus velas resistan. La bola anaranjada muere tras los montes y la luna se engrandece en el firmamento. Entonces lo que todos anhelan oír al fin se escucha. Es el estruendoso relinchar del corcel negro, que se hace sentir en lo alto de la montaña.

Desde cualquier punto del pueblo se podía ver con claridad el Castillo Negro; construido en tiempos inmemorables en la cima del Volcán del Destino. El castillo carecía de puertas de entrada, puentes o ventanas, solo se divisaba una muralla negra perimetral tan alta que se perdía en las nubes. Y cuando el pueblo se encerraba temeroso de las sombras, el jinete salía brillando en blanco de su castillo para castigar al mal.

Saltando desde lo alto de la torre, Apolo aterriza junto con Venus sobre el lomo de su noble corcel. “¡Arre Baco! ¡Esta será nuestra noche mi amigo!” se oye la voz áspera y grave del jinete sujeto a las crines. El animal hace temblar la tierra con sus cascos cuando toma velocidad a paso desenfrenado. Unos metros más adelante el muro negro se acerca vertiginosamente hacia ellos. Entonces, en cuanto Apolo se aferra firme a su cuello agachando la espalda, Baco toma impulso enterrándose en la tierra blanda y salé despedido con fuerza infernal hacia el cielo levantando una nube de polvo. El castillo se aleja veloz bajo ellos mientras se internan en las nubes sobrepasando la muralla negra. “¡Arre Baco! ¡A por ellos amigo!” vuelve a vociferar Apolo justo cuando el corcel relincha de manera ensordecedora en los vientos. Al salir de las nubes en caída al suelo, la imagen es un alivio para los moradores del pueblo que espían desde abajo. En la total negrura del castillo y la noche, Apolo brilla en su traje blanco, mientras desciende por los aires con sus largos cabellos abiertos a modo de capa. Por un momento opaca a la luna.

Continúan el descenso estrepitoso por las laderas de la montaña hasta llegar a un barranco que da justo sobre el pueblo. Sin vacilar un instante, Baco se lanza al vacío en picada con los ojos endiablados; dos segundos más tarde amortigua la caída con sus patas en una calle de adoquines del poblado. Las casas vibran con el estruendo. Allí estaba el jinete, montado en medio de la negrura. Quien alcanzara a ver su rostro vería un ojo blanco y otro negro. Uno para la luz, y uno para la oscuridad.

A paso lento se oye el crepitar de los cascos del corcel sobre las calles desoladas. Apolo siente que esta noche su espera al fin va a terminar. Pues esta noche todo le parece mucho más sombrío que de costumbre. Él en persona debe estar cerca. Y esta vez no lo dejará escapar.

Cuenta la leyenda que hace mucho, mucho tiempo la humanidad estaba sumida en el caos. El planeta sangraba por sus heridas mientras los avances tecnológicos continuaban consumiéndolo. Guerras químicas y nucleares estaban a la orden del día. El hombre se destruía a sí mismo y no parecía haber vuelta atrás. Tal como lo habían predicho los profetas de antaño, ésta era la cuarta era de la humanidad. Pero a pesar de tanta destrucción no sería la última, ya que habría una quinta. La actual. Y al igual que todas las demás, el comienzo de la quinta era estaría marcado por un nacimiento. El nacimiento en carne del bien y el mal.

Dos hermanos llegaron al mundo un día en medio de las guerras del hombre. Nacidos de una virgen, los gemelos parecían normales salvo por un detalle. Cada uno poseía un ojo negro, y uno blanco. Nombrados Apolo y Plutón, los bebés fueron separados de su madre y enviados a destinos opuestos. Apolo se desarrolló como un niño normal. Demostró desde pequeño gusto por la música y las artes. Creció sano y con ideas de paz y bondad. Por otro lado Plutón manifestó desprecio por todos desde temprana edad. Con el correr de los años se volvía más agresivo y desconcertante. Hasta que un día no se supo más de él.

Siglos más tarde el reinado de la oscuridad había comenzado. Algo nunca visto por el ojo del hombre estaba arrasando las tierras. Demonios salidos de lo más profundo de las pesadillas, atormentaban las almas humanas y acababan con toda la vida. Muchos hombres vendieron sus espíritus a cambio de formar parte del regimiento de las sombras. Apolo entonces reunió un ejército de un millón de soldados de luz para intentar detener al mal. Pero la maldad era demasiado grande, y la oscuridad venció tras una batalla épica que duró diez años. Apolo juró encontrar al Señor del mal para detener su reinado. Muchos años después, y cuando el mundo ya estaba en decadencia, lo halló. El rey de las tinieblas moraba en un castillo negro construido sobre un volcán en la ciudad de Caratroz. A pesar de no tener entradas, consiguió infiltrarse en el castillo, y se encontró al fin cara a cara con el Señor del mal. Su hermano Plutón.

Apolo trató de hacer entrar en razón a su hermano. Pero éste le respondió con una estocada en el abdomen. El portador de luz se sorprendió mucho al sentir como lo herían terriblemente, ya que ningún arma ordinaria había podido antes contra este inmortal. Pero Venus no era una espada ordinaria. El mismo Plutón la había forjado en el fuego del Volcán del Destino. Estaba llena de maldad. Lo que Plutón no se esperaba era lo que pasaría al atravesar a su hermano con ella.

Al caer Apolo muerto al piso, hubo una explosión de luz que recorrió el mundo entero. Entonces Plutón tuvo que recluirse por un tiempo en las profundidades de la tierra abandonando el castillo, su corcel y su espada. Indignado, Apolo pidió a los dioses una nueva oportunidad. Jurando a cambio, no descansar un solo día hasta acabar con el reinado de mal de su hermano. Le fue concedida una segunda chance, pero sin la posibilidad de volver a ver la luz del sol. Su vida a partir de ahora sería toda oscuridad, y viviría solo para acabar con ella. Así fue que cada amanecer regresaba al castillo, y cada noche salía a proteger el último poblado humano de las sombras.

La única forma que Apolo tendría de vencer a su hermano, sería con la misma Venus. Pero la espada era demasiado maligna para poder siquiera ser tocada. Por ello, todas las tardes, Apolo llenaba de luz a Venus con la magia de su música. Día tras día le tocaba incesablemente, y por las noches se valía de ella en contra de los demonios malignos. Impartía luz en la penumbra. Y así continuó por dos siglos recluido en el Castillo Negro, a la espera de que un día su hermano pasara por allí.

Por el ojo de la cerradura un pueblerino observa al majestuoso caballo y su amo avanzando lentamente entre las sombras del pueblo. El chasquido de los pasos en las callecitas empedradas se hace eco en la distancia. La quietud llena cada rincón. De pronto el corcel se detiene frente a la iglesia, que lleva años abandonada. “Espérame aquí Baco” le dice al oído mientras desmonta.

Las enormes puertas rechinan fúnebres cuando Apolo atraviesa el portal caminando lentamente. El último atisbo de luz dentro de la iglesia se pierde al cerrarse la puerta a sus espaldas. La penumbra se adueña del lugar. Se rompe el silencio cuando el sonido de los pasos de Apolo reverbera en el aire espeso. Avanza cauteloso por el pasillo principal, encerrado entre filas de bancos deteriorados. Cuando levanta la vista hacia el techo divisa dos pares de ojos brillando al rojo vivo. Le observaban expectantes entre las vigas de madera del techo. Apolo detiene la marcha y apoya la mano suavemente en la empuñadura de Venus. Un chillido diabólico emana de las alturas y los demonios se lanzan escandalosos directo hacia él. Sin perder la calma los espera inmóvil. Se acercan en picada, y justo cuando están sobre su cabeza, describe un movimiento a velocidad frenética desenvainando su espada. Entonces, la iglesia se ilumina por completo con una luz blanca que resplandece en la hoja de Venus. Ambos demonios se evaporan de inmediato ante tal incandescencia, y segundos más tarde la luz se vuelve tenue rodeando al portador. Apolo escudriña sobre su hombro derecho como tres demoños más se acercan voraces. Realiza media vuelta blandiendo su espada, y antes que estos pudieran reaccionar, ya habían sido cortados al medio por la certera hoja. El traje inmaculado se le empapa en sangre.

-Muy impresionante -se oye una voz chillona en lo alto del crucifijo. Apolo la reconoce de inmediato.
-Tu espada me resulta familiar -continúa -También tu castillo y tu caballito.
-Espero te hayas divertido hermano mío –pronuncia Apolo inmutable –Vengo a informarte que tu tiempo ha concluido.
Una risa salida desde las entrañas del infierno abraza toda la ciudad rebotando en la montaña –Iluso. No tendrás otra oportunidad Apolo. Únete a mí y juntos gobernaremos las almas de estos inmundos mortales.
-Es hora ¡Esta vez no habrá piedad! –grita Apolo mientras se lanza en carrera hacia el crucifijo al final de la iglesia –Esto debe acabar.
-Sí. Pero por desgracia acabará para ti –dice por lo bajo la voz aguda.

Mientras Apolo corre con Venus aferrada, una bestia de cuatro metros toma forma delante de él. Sin aminorar la marcha realiza un potente salto intentando sobrepasarlo, pero el deforme demonio lo intercepta en pleno vuelo con una de sus tres colas. Apolo sale despedido con violencia impactando contra una de las estatuas de los muros laterales. La espada cae al piso perdiéndose entre los bancos. En un momento, el lastimado héroe recupera la conciencia para ver al monstruo embistiendo con un rugido aterrador. La bestia choca con la cabeza destrozando la estatua y parte de la pared, pero Apolo ya estaba nuevamente en el aire aferrado a una viga. Realizando unas volteretas acrobáticas se incorpora junto al techo tratando de encontrar la espada. Al recuperar la postura, el demonio de tres colas lo encuentra en las alturas y salta bestialmente hacia él. Apolo entonces, arranca parte de una viga con sus manos y en un movimiento sagaz la incrusta en el ojo de su atacante. Pero esto no detiene al monstruo que colisiona contra el techo arrancando parte de éste. En medio del caos, Apolo se deja caer y divisa la luz de Venus bajo unos bancos retorcidos. Y sobre sus espaldas, el demonio cae también rugiendo de cólera. En menos de tres segundos Apolo aterriza, empuña su espada con ambas manos, y el monstruo se desmorona junto con parte del techo encima suyo. Una nube de polvo cubre el lugar derrumbado.

-Bastante bien hermanito, bastante bien –profiere jocoso Plutón que observaba todo –Pero no lo suficiente –concluye mientras desciende del crucifijo.
Pero su descenso se ve interrumpido por un grito desaforado a sus espaldas. Gira la cabeza para observar a Apolo saltando fuera de la nube de polvo con la espada incandescente en su mano, y la bestia bañada en sangre tras él. Apolo alcanza una velocidad estridente en el aire y corta con la espada lateralmente el lugar donde estaba su hermano. Pero éste ya había desaparecido y la enorme cruz de madera caía ahora al piso en dos partes. Mira hacia atrás por el rabillo del ojo y observa a Plutón saltando por el hueco sobre el techo de la iglesia. Entonces, sin tocar al piso, Apolo amortigua con sus piernas en la pared y se impulsa en dirección a su hermano. Lo persigue sobre el techo de tejas de la iglesia. Pero al llegar al borde, un par de enormes alas negras brotan de la espalda de Plutón, y con un solo batir se aleja hacia el cielo veloz. “¡A él Baco!” grita Apolo desde el techo. El caballo se flexiona un segundo y salta hacia el cielo ferozmente. En pleno vuelo el jinete se monta y apronta su espada. Al ver la situación, Plutón acelera el vuelo, pero Baco se avecina en un galope endemoniado. El corcel se acerca a su víctima llegando casi a las nubes. Conociendo el poder de Venus, el Señor del mal, en un último acto desesperado, se da vuelta mirando a su hermano y ruega piedad. Apolo le incrusta la espada en la entrepierna y la retira por su cabeza, abriéndolo en dos mitades simétricas.

Algunos aldeanos se habían animado a salir a la calle ante tal espectáculo. Un estruendo abrumador destrozó los cristales de las casas, y las nubes se abrieron dejando ver un agujero negro en el firmamento. El hoyo crecía cada vez más hasta llegar a cubrir el horizonte. La luna ya no estaba y las sombras en el suelo comenzaron a tragar todo a su paso. Un chillido infernal aturdía a todos. El terror se apoderó de la gente. Pero en ese momento, en medio de la negrura del cielo, un punto blanco explotó. La noche se volvió día y las sombras desaparecieron. Una dulce melodía comenzó a sentirse en el aire mientras los campos florecían. Nunca nadie había sentido paz semejante. Todos fijaron la vista en un objeto brillante que caía muy rápido desde las alturas blancas. Al tocar suelo corrieron a su encuentro. Una esplendorosa espada de empuñadura dorada estaba enterrada hasta la mitad en medio de la calle adoquinada.

Texto agregado el 08-08-2007, y leído por 154 visitantes. (1 voto)


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