Cuando yo era chico le temía al cielo. No al cielo tormentoso colmado de gruesas nubes grises, ni al que despedía furiosos rayos plateados, ni al iluminado intermitentemente por relámpagos claros, ni al que gritaba con poderosos truenos ensordecedores, ni al diáfano cielo celeste de los días despejados. Yo le temía al silencioso y quieto cielo de las noches serenas. Ni siquiera podía mirarlo a través de una ventana sin sufrir cierta inquietud. No era miedo a la oscuridad ni a la soledad. Mi problema era el profundo e infinito cielo de las noches sin nubes, ese cielo vacío e inmóvil, tranquilo y casi poético. Mis pesadillas infantiles no estaban habitadas por fantasmas o monstruos, estaban hechas del silencioso y despejado cielo de las noches serenas.
Ahora que soy un adulto ya no le temo y es, realmente, una pena. A medida que uno crece la imaginación se opaca, impera la todopoderosa luz de la razón y empieza a temer a otras cosas: a que el dinero no alcance para llegar a fin de mes, a las enfermedades que tienen nombres precisos, a las prosaicas cosas de todos los días.
Para ser sincero, yo era más feliz con aquel viejo temor que solo podía combatirse con la valentía de la imaginación. Me gustaría volver a sentir aquel horror que nunca le confesé a nadie; el miedo a que, en el cielo de las noches serenas, sin la protección de la bóveda celeste o las nubes, yo pudiera sorprender a Dios y morir al ver su Gloria.