Todo comenzó a suceder de pronto y sin que hubiese un previo aviso. Cierta mañana, Matilde le comentó con voz queda a Tumba que esa noche había escuchado cantar a una mujer y que las notas casi masculinas la perturbaron tanto, que no pudo conciliar el sueño. El patólogo nada dijo. Era muy propio de él, no comentar absolutamente nada con su esposa y eso, porque lo había aprendido de Albatros, también parco y poco dado a la conversación.
Lo cierto era que el día anterior, Tumba le había hecho la autopsia a una cantante de tangos que actuaba en La Mortadela, bar de mala muerte, en el cual, casi siempre sucedían hechos de sangre. Esta vez, la víctima había sido Pamela Ruiseñor, a quien le había partido el corazón de una estocada, un jovenzuelo de mal vivir que, antes de ser apresado, se arrojó a las aguas del río Milagros y nadie supo si sobrevivió o pereció tragado por aquellas sucias aguas. Manuel era escéptico ante este tipo de fenómenos, más bien porque nunca le había tocado vivir alguna experiencia extraña. Pero esta vez se quedó pensativo. Acaso su mujer, más muerta que viva, estaba en la acera más próxima a ese tipo de eventos que él, que no tenía tiempo para estupideces.
Luego fue un pescador, más tarde un sacerdote y hasta un militar que daba perentorias órdenes en el sobrio living de su casa. Matilde, al desgaire, le contaba sin entusiasmo, como si fuese la cosa más natural del mundo, de todos estos eventos fantasmagóricos y Manuel, simulando no darle importancia al relato de su mujer, recordaba haber trabajado con los cadáveres de todos y cada uno de los aludidos por ella.
¿Era acaso que esas pobres almas, al ser desalojadas por los punzantes instrumentos del patólogo, nacían a la muerte sangrienta como un bebé se enfrenta a la vida y, sin más remedio que treparse a las espaldas del que las adoptaba, sin él siquiera saberlo, lo acompañaban, se mimetizaban en la sombra de Tumba y lo consolidaban como el padre de sus miserables despojos?
Fuere como fuese, la casa de Tumba se llenó de voces y presencias extrañas y sólo Matilde podía sentirlos y acaso verlos, mas, aterrada, pero comprendiendo que ese era el tributo que debía pagar para poder mantener a su lado a Tumba, pronto, ya no dijo nada y fue una estatua viviente que sólo recobraba sus sentidos y su movimiento para afanarse preparando esos platos que tanto gustaban a su esposo.
Años más tarde, la mujercita aquella falleció o simplemente se rindió a la evidencia que nunca había estado viva realmente. El asunto es que la casa se convirtió desde entonces en un frigorífico y muy luego ya fue imposible habitarla. Un apenado Tumba, agarró cierto día todos sus bártulos y se fue a vivir a la morgue. Por lo menos, sus cadáveres le harían compañía y por alguna extraña razón, sus almas emigrarían a lejanas regiones. Eso no podemos explicarlo, ni siquiera la vieja Amorosa, una vetusta dama que sabía mucho de experiencias paranormales, encontró una respuesta para ello.
Tumba se casó nuevamente, esta vez con una mujer que hacía unos postres deliciosos. Las carnes quedaron en el recuerdo, pero el patólogo engordó tanto, que una noche se reventó literalmente y su cadáver tuvo que ser retirado por partes. Su alma, esa entidad indivisible, según algunas creencias, partió a reunirse con el alma de Matilde, no se sabe si por un sentimiento amoroso o porque las almas también saben de estofados….
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