Manuel de la Cruz Tumba, trabajaba desde siempre en la morgue de aquella pequeña ciudad. Acaso, un poco predestinado por su luctuoso nombre o simplemente, porque en su cabeza de adolescente, no pudo sustraerse jamás a las más lúgubres ensoñaciones, todo propiciado por el mismo motivo, es decir, aquel epónimo que habría hecho las delicias de Edgar Alan Poe, incentivando, aún más, la ya desquiciada imaginación de aquel brillante poeta y escritor.
Lo cierto es que el médico patólogo, había comenzado su carrera en la morgue cuando apenas frisaba los quince años. Allí sirvió de aseador, de recadero y sobre todo, de ayudante del viejo Albatros, el médico patólogo de aquel entonces, que competía con Tarantino, el carnicero, en despostar a cuanto infeliz llegaba tieso a la morgue.
Tumba contemplaba, con ojos ávidos, los movimientos certeros de Albatros, quien, con singular sangre fría, abría los cadáveres para destriparlos y luego auscultar las sanguinolentas piezas con su ojo de águila centenaria. Está demás decir que el muchachuelo aprendió, desde entonces, a tutearse con los finados y jamás supo lo que era temerle a lo que, según su parecer, no era más que un montón de carne inerte. Sí se quedaba prendado de las pobres muchachuelas que, muy a lo lejos, ingresaban al fatídico lugar, víctimas de un cruel asesinato, de un accidente o por un malhadado sino que les había arrebatado la existencia. Tumba se acodaba en la losa para contemplar sus azuladas facciones y le parecía, en su imaginación adolescente, que aquellas dormían con placidez y soñaban con un príncipe azul muy parecido a él.
Tantos años en el oficio, fueron fundamentales para que Tumba se transformara en la copia fiel de Albatros, su antecesor, quien, por esas cosas del destino, cierto día fue encontrado muerto en su casa y siendo él, quien conocía de sobra las entrañas de los demás, se llevó a la tumba el secreto de las suyas. Eso, porque a sus noventa y nueve años, era evidente que su cuerpo estaba invadido casi en un noventa y ocho por ciento por la dama que a todos invita y muy pocos se le niegan.
Fue la era del joven Manuel, tan avezado en el arte de destripar occisos, como de degustar sabrosos platos de carne de cerdo. La que los cocinaba con maestría era la joven Matilde, una muchachita famélica y paliducha, muy parecida a la clientela que día a día aguardaba el destripado en la morgue. Como bien se argumenta, la chica conquistó al muchacho por su estómago, víscera acerada que poco sabía de remilgos, pero aún conservaba nitidez para distinguir los deslumbres de alguna exquisitez. Tan evidente fue el enamoramiento de Manuel con el arte culinario de la chica, que ante el señor cura, cualquiera hubiese dicho que Tumba aceptaba por esposa a una humeante olla de estofado y que Matilde era sólo el apéndice obligado para materializar este placer.
Pero la historia comienza realmente acá. Se dice, aunque no está comprobado, que los seres de delgadez extrema son proclives a experimentar situaciones paranormales. Mercedes, taciturna y de pocas palabras, aguardaba hasta altas horas de la madrugada a su esposo y cuando este aparecía, le preparaba uno de esos manjares que nacían de sus manos, como crecen las rosas en medio de la arboleda. Tumba la besaba con muy poca pasión, ya que era evidente que la palidez de la chica, lo retrotraía involuntariamente al pabellón de la Morgue. Ella era, en rigor, una víctima más, un espíritu rebelde que parecía negarse a tender su magro cuerpo en la fría losa, para que Tumba trepanara sus sesos y le abriera cauces a la negra sangre que abandonaría, como río de muerte, aquella esmirriada envoltura...
(Finaliza en la próxima entrega)
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