Esa tarde el anciano con un caminar vibrante pidió la moneda, más fue una ayuda lo que le dieron, tenía hambre, eso fue lo que dijo. Cuando recibió el billete sus ojos brillaron y seguidamente lo guardó como pudo dentro de un incómodo bolsillo. Vío a su alrededor y seguían pasando las muchas personas, que a esa hora del mediodía pululan cerca del Centro Plaza, más allá el Ministerio del Turismo, más acá los semáforos y todo ese espacio lleno de carros, motos, humo y tanto movimiento, como si del centro de la tierra surgieran unos hilos invisibles y movieran a toda esa gente. Luego el anciano siguío contando a medida que pasaban las almas distraídas por la prisa la misma historia, el mismo cuento del hambre, otra vez, una vez más, luego otra moneda, otro billete, más brillo en los ojos, el bolsilo ya no era suficiente para guardar el dinero. Buscó a tientas el otro bolsillo y se acordó que estaba un poco roto por los maltratos de sus manos ansiosas, y pensó que mañana pudiera ponerse el otro pantalón, el que tenía los bolsillos cocidos por su hermana, la que lo esperaba en casa en horas de la tarde. Ella, más vieja que él, también producía algún dinero ya que arreglaba camisas y ropa del sector donde vivían. Tenía una máquina singer, desde hacía más de 30 años, el vetusto aún servía, era de pedales y los mantenía con vida, ella cocía todo el año, todas las semanas arreglaba mucha ropa, la dejaba como intacta, como nueva, recién salida del almacén de sus sueños. Gracias a ese artefacto aún vivían y podían darle de comida a siete jóvenes que vivían con ellos, todos mayores de 10 años, menores de 20, todos estaban en las escuelas del sector, eran buenos en los estudios, habían llegado a esa pequeña casa del cerro, en Ocumare, arriba en esas montañas que miran al cielo buscando el infinito enaltecido. Eran hijos adoptados, llegados a esa pequeña casa una tarde cualquiera, y se fueron quedando porque tenían comida. Ledezma, el anciano del Centro Plaza, llegaba de Lunes a Viernes alrededor de las siete de la noche con varias bolsas de comida, compraba en el abastos del portugués, tres cuadras más abajo, llegaba silbando, como siempre lo hacía desde mozo. Depositaba esas compras en la sala mientras recibía a los gatos que ronroneaban por las latas de sardina y el cuartico de leche. Una vez más en esa noche le tocaría trabajar aún unas dos horas más, para hacer la comida, era el cocinero oficial de la casa número 37. Durante más de cincuenta años había trabajado en restaurantes del centro de las ciudades, como cocinero, era rápido, certero, tenía sazón para cocinar para todos los gustos. Sus platos eran generacionales y por alguna razón había alimentado miles de personas durante todo ese tiempo; pero esa noche una vez más cocinaría para sus siete hijos, haría la comida de esa noche y la del día siguiente, también le haría el mismo plato a su hermana, la que trabajaba todo el día cociendo y arreglando ropas para la gente del sector, ella sólo comía lentejas con plátano verde, tomaba agua y nada más, lo hacía por una promesa. Se había salvado de una enfermedad incurable hace más de tres décadas, y desde entonces había prometido al nazareno no comer sino lentejas con plátano verde, todos los días de su vida. Inés como la llamaba su hermano Ledezma reía en las noches cuando veía a su hermano hacer la sabrosa comida, sus hijos y los gatos esperaban tranquilos viendo a Ledezma terminar sus preparados.
Al día siguiente Ledezma iría de nuevo a la ciudad, a los mismos sitios y a otros nuevos, quizá a las puertas de los centros comerciales; su rostro y sus cuentos eran ya familiares, formaban parte de esa ciudad bendita, la misma que lo vió nacer, la misma ciudad que escuchaba en las paredes del silencio las plegarias por una ayuda para un pasaje o para una comida. Esa mañana mientras bajaba por el cerro escuchaba esos radios vecinales que se encienden desde muy temprano, a lo lejos el amanecer colorado y mandarina apresuraban su paso, el frío del momento apretujó su chaqueta mientras metía sus manos en los pantalones de kaki, los bolsillos amplios le dieron cobijo.
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