Cuando Penélope dejó el mantel de la mesa sobre sus piernas para seguir evitando que su hermoso vestido heredado por su madre se ensuciara, un movimiento torpe echó todo a perder, precipitando la botella de melatonina al piso. Cientos de pequeños cristales y algunos otros miles simplemente indefectibles al ojo común saltaron en una orquesta de choques y ruido contra cualquier material interpuesto en su camino de inercia. Muchos trozos de cristal eran más grandes, los cuales con urgencia fue necesario retirar para evitar accidentes.
Algunos trozos -los más grandes- terminaron en el cesto de la basura, mientras que los más pequeños -los invisibles- se adhirieron a los pies de los niños descalzos que deambulaban cerca del lugar una vez que limpiaron el imperfecto. Pero como el tamaño era insignificante y el daño imperceptible, jamás repararon en ellos hasta que la piel de la planta de sus pies desarrolló una especie de coraza inmune a cualquier dolor, incluso a las sensaciones. Además, cuando uno no está acostumbrado a sentir con los pies y pierde la sensibilidad de los mismos, realmente no se extraña, decía la doctora mientras calzaba los pies recién desinfectados de los pequeños.
Uno de los trozos más grandes llegó a escapar de la vista humana para alojarse debajo de un mueble cercano, donde no sería notado hasta que años y dinastías después, el mueble fue removido de su lugar, pero el cristal estaba tan opaco y lleno de polvo que pasó desapercibido, siendo pisado por uno de los hombres que cargaron el mueble, y ante su peso el cristal cedió sin ser notado siquiera.
Los demás trozos de cristal corrieron suertes más extrañas, pero insignificantes. Algunos terminaron simplemente en el basurero, donde aún se encuentran, tan imperceptibles y pasivos como lo fueron desde un principio.
Cuando el contenedor de basura en el que estaba el mayor número de cristales fue vaciado en el contenedor general, uno de los trozos logró rasgar el plástico para huir en una improvisada carrera contra la gravedad luchada sin causa, pues la gravedad siempre gana, según relataba el abuelo de Penélope. Al llegar al suelo no se rompió, porque cayó sobre el césped húmedo, y al momento de caer, una hormiga fue mutilada por una finísima daga que fue producida en la primera caída del cristal, en uno de sus extremos. Después de una semana, nadie había advertido el trozo -que era quizá, el más grande de todos- hasta que un pordiosero que andaba de visita en el vecindario lo vio como algo ostentoso, al notar en el cristal cierto efecto óptico que le pareció una maravilla, y que era producido por el sol tibio de la mañana. Primero se acercó despacito, casi a gatas como un perro que demuestra sumisión antes de rendirse ante un atacante, y cuando por fin estuvo cerca del vidrio, se agazapó y se le fue encima, sin darse cuenta de nada alrededor. Una vez que tuvo el cristal entre sus manos, lo tocó de una forma casi morbosa. Después de tantos años de miseria, algo tan preciado, tan poco común, y tan bello como ese trozo de cristal azulado por la melatonina, por fin le pertenecía. Al principio lo cuidó tan ferozmente como si fuese su presa, para que nadie más siquiera osara en mirarlo y así levantara envidias, suscitando peleas entre los pordioseros de la ciudad. Y con su trozo de cristal envuelto en unos harapos de su propia camisa, partió al centro de la ciudad, sabiéndose poseedor de un cristal casi milagroso que nadie podría tener jamás, excepto él, y que le haría la vida más fácil. Entró al bar con una inocencia casi infantil por imaginarse que el encargado, al saberle dueño de un cristal tan prestigioso como el amelatoninado, le invitaría unos tragos y por qué no, quizá hasta le dejaría pasar ahí la noche... Cuando por fin salió de su trance imaginativo ya estaba sacando su trozo azulado para que todos lo admiraran. Llegando con el hombre que sería su redentor si lograba encontrar el mismo valor al trozo como había hecho él mismo, sólo se limitó a mostrar el trozo y sus encías vacías con los pútridos dientes que le quedaban, tratando de poner su mejor cara. Al momento, aquel Mesías lo miró con cara de espanto, diciendo que alguien sacara a este pordiosero de aquí, pero cuando vio brillar algo en la mano del sujeto, enseguida su instinto defensivo se activó, creyendo que el objetivo del desdichado hombre era herirlo y llevarse todo. Entonces sacó un revólver que disparó sin medir las consecuencias o el tino, pegándole a uno de los concurrentes y tirándolo sin vida sobre los andamios del lugar. El pordiosero se asustó tanto que dejó caer su preciado trozo de vidrio y corrió a ocultarse debajo de una mesa, mientras se armaba un bullicio infernal dentro del lugar del crimen cometido. El cristal estuvo a punto de ser pisado por una que otra persona en su loca huída para evitarse daños físicos en una riña sin motivo, y cuando finalmente el alboroto cesó el miserable hombre notó la ausencia de su preciado trozo de cristal azul, buscándolo frenéticamente como hacía la madre de Jesús cuando este se perdió -solía comparar la abuela de Penélope, ante cualquier búsqueda de la que ella tuviera noticia.
Cuando notó el destello azulado en el piso del lugar, se abalanzó con los brazos extendidos, cayendo pesadamente al suelo y a poca distancia del trozo de cristal, que alcanzó en poco tiempo. Finalmente lo tuvo entre sus manos, creyendo que nada en el mundo valía más que su hermoso cristal con residuos de melatonina; pero cuando lo vio mezclarse con un líquido espeso y brillante de color rojo -que desentonaba un poco con el opaco color azul del cristal- se asustó, horrorizó y avergonzó tanto al mismo tiempo, que lanzó con furia al cristal contra la barra de madera que tenía frente a él. El cristal sin embargo no se rompió, sólo se estrelló y cayó pesadamente al suelo, con sus rayos azules desplazándose en todas direcciones, y ya estando en el piso, el pordiosero lo miró con desprecio, convenciéndose finalmente de que el cristal jamás tuvo valor alguno. Colocó un harapo alrededor de su dedo herido, levantándose y saliendo del lugar, sin mirar siquiera de soslayo en la dirección en que el cristal yacía.
Esa tarde el desastre fue limpiado por los empleados del lugar, y el cristal fue barrido a la calle, donde quizá lastimaría a alguien más, pero no en propiedad del bar, pues de esa manera nadie tendría que hacerse responsable. Mientras, el trozo de cristal aún conservaba residuos plasmáticos del pordiosero, los cuales opacaban su brillo y atrapaban los resplandores producidos por el sol. Así duró algunos días, quizá semanas, realmente el tiempo no importó porque al cristal el tiempo no lo afecta o maltrata, a diferencia de la mente humana -solía repetir el mejor amigo de Penélope con cierto aire de tristeza, hasta que un día dejó de decirlo para leer a Machado.
Cuando un tiempo considerable pasó, el cristal seguía en el suelo, movido lentamente en ocasiones por quienes creían encontrar una moneda, e incluso hubo quien le llegó a confundir con un extraño diamante. Todos aquellos que lo levantaban, y reparaban en el poco valor comercial que poseía el cristal, lo dejaban caer con indiferencia para olvidarlo y seguir su camino de desventuras; hasta que un caminante, al ver el cristal desde una distancia prudente, lo vio como tal: un trozo de cristal estrellado, y sin importarle lo levantó para mirarlo a contraluz. Lo observó detenidamente y le encontró la forma de un trozo que alguna vez formó una botella, hallándole en el momento muchas utilidades en su mente. Notó los residuos de melatonina -que fue una de las características que más interesantes le resultaron, pues él tenía por montones esa rara sustancia en su casa- y la sangre coagulada en la superficie, tocando cada marca con sumo cuidado y tratando en vano de limpiar, pero viéndolo inútil -las marcas de sangre son difíciles de quitar, decía la madre de Penélope al limpiar a su pequeño hijo tras un tropiezo en superficies engañosas- decidió guardarlo en su bolsillo para limpiarlo en casa, con un poco de agua y quizá jabón. Al dar vuelta en la esquina de la calle se encontró a un cachorrito atrapado entre las malezas de una planta, y en un gesto de ternura y respeto por la vida, recordó su trozo de cristal y cortó pacientemente la hierba que bloqueaba el paso del noble ser. Más tarde esa misma criatura le salvaría la vida al notar a un extraño en la casa, y aunque ambos, hombre y perro, eran ya viejos, lograron expulsar al malhechor. Una vez estando en casa, el caminante -con un nuevo camino recorrido, creyó escuchar alguna vez a Serrat decir- limpió el cristal bajo el chorro del agua tibia, cuidando de no terminar de quebrar al frágil objeto. Quitó al poco tiempo las marcas de sangre, aunque la melatonina también se perdía gradualmente en el proceso, debilitando el color del cristal. Una vez seco, lo colocó dentro de un recipiente que contenía la misma sustancia colorante, mientras ofrecía alimento a su nuevo amigo. El cristal absorbió el color de manera diferente en cada parte de su superficie, provocado por la presencia de agentes extraños en la misma, y una vez teñido, el color quedó fijo en diversos tonos, creando un mosaico azul degradado. Cuando el individuo se dio cuenta, sacó el cristal y lo volvió a contemplar a contraluz; el color de la melatonina se desplegó en toda la habitación, chocando contra todos los objetos presentes en una fiesta de luces. Y cuando colocó un poco de luz sobre el cristal, este resplandeció en un destello cegador. El hombre enseguida supo en qué emplearía finalmente su precioso cristal; corrió a limarlo, a darle forma ovalada y templarlo para evitar que se rompiera, y sabiendo que una coloración de tal forma sería imposible repetir, conservó cada sobrante del cristal, para emplear cada uno de ellos en otros planes, pendiente de no desperdiciar.
A partir de entonces, el sujeto se puso a trabajar en su taller debajo del sótano, todos los días, durante los siguientes años. Le dedicaba una hora al taller, y después se dedicaba a obras de caridad y a calcular cuántos años le harían falta para terminar el cometido iniciado en el taller del sótano. Estaba convencido de que, una vez terminado, su proyecto sería digno de recordar, además de que le dejaba una satisfacción interior como muy pocas cosas en su vida habían logrado. Antes de su hallazgo cristalino, acostumbraba permanecer en la estancia leyendo viejas cartas y mencionando el recuerdo de alguien de nombre Penélope, pero después de traer el hermoso cristal con melatonina a su casa, vida y estancia, solía recurrir a uno de esos residuos para crear sombras multicolores, deseando poder ser un trozo de cristal anaranjado como el sol en el estío y unirse al trozo azulado y su luz, creando un cielo crepuscular en la estancia donde descansaba.
Cierta noche, cansado pero satisfecho de haber logrado concluir su trabajo artesanal en el taller del sótano, se refugió en su estancia, para fundirse finalmente con el trozo de cristal azul; cerró los ojos imaginándose en un cielo infinito, mirando al atardecer de frente y sintiendo cómo su sangre tocaba el frío del cristal azulado. Y así fue encontrado por la gente a quienes ayudaba con su caridad, aunque con un gesto de felicidad en el rostro que en lugar de poner tristes a los asistentes, levantaba una sonrisa y les tocaba el corazón, como si su último deseo hubiese sido el verlos sonreír sin prisas ni pausa; con una sonrisa franca, simplemente, surgida desde el interior.
Cuando observaron finalmente el féretro que, el caminante con tanto empeño había estado fabricando durante sus últimos días, solitario en su taller, notaron que al centro de él, tallada en madera, había una hermosa figura de cristal azul, con diferentes tonalidades de color melatonina, que resplandecían por última vez antes de dejar de ver la luz para siempre.
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