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24/06/02

- El día en que yo me muera, quiero ser enterrado en el panteón de la Asunción. Me gusta mucho cómo se ve desde la entrada del pueblo, la colina más alta. Ahí se ve una tumba muy bonita, siempre me ha impresionado (creo que desde que soy niño está ahí) y me encantaría estar a su lado, para que mi tumba impresione a todos los que van llegando, en forma de bienvenida.
- Tú sabes que la colina es sólo para los ricos.
- Entonces me esforzaré toda mi vida para poder tener una muerte digna.
Y él trabajó durante mucho tiempo, sabiendo que era ya viejo. Consiguió un trabajo nocturno y trataba de hacer horas extra en el trabajo matinal, cortando caña y haciendo trabajos en el almacén por una cantidad de dinero risoria. Lo más gracioso de todo es que antes, el dinero que malganaba en las tierras del único señor poderoso del pueblo, se lo gastaba en apuestas y en alcohol. Nosotros comíamos de lo que mi madre sacaba de lavar ropa ajena y racionarnos lo poco que alcanzábamos. Sí, mi padre era un vividor más.
Pero el día en que sufrió un infarto al que pudo sobrevivir comenzó a obsesionarse con su muerte y fue cuando recurrió a más trabajos de los que había tenido en toda su vida. Guardaba celosamente su dinero -ni siquiera mi madre sabía dónde- y dejó de apostar y beber. Por un momento creímos que sería una persona diferente pues dejó de llegar ebrio a casa y por tanto de maltratarnos. Sin embargo su actitud seguía siendo la misma, la indiferente hacia su familia, y nosotros tuvimos que continuar con nuestra rutina.
Una mañana me pidió que lo acompañara a arreglar un asunto. Salimos muy temprano de casa y casi clandestinamente ya estábamos en la oficina del presidente municipal, a la luz de las velas, que más tarde entendí por qué usaban en lugar de luz normal.
- Aquí está la cantidad que me pidió por adelantado. Tardaré un poco en completarle lo que me falta pero yo soy hombre de palabra y a usted le consta.
- Así es. Usted sabe que es ilegal hacer esta clase de transacciones pero siempre y cuando junte lo que le dije, nadie sabrá nunca que esas tierras le pertenecían por herencia a don Benito.
Después de un apretón de manos salimos sigilosamente del lugar que hacían llamar presidencia municipal, y subimos al panteón de la Asunción. Al llegar a la colina de la que tanto hablaba mi padre, se detuvo a recuperar el aliento y poco después a contemplar esa tumba que tanto admiraba. Yo pensé en don Benito, una persona sencilla que según los rumores, su bisabuelo le había heredado una fortuna que nadie sabía donde estaba. Al parecer esta incluía la tierra del panteón que mi padre acababa de comprar, y no precisamente a don Benito.
Leí la inscripción de la primera tumba: Don Pedro de García y Ruiz, venerado padre y amado esposo. No sé quién fue, pero por su nombre -y por el lugar donde estaba enterrado- parecía que fue alguien muy importante. Mi madre tuvo razón al decirle a mi padre que esa colina era solamente para gente rica.
Mi padre se levantó, sacó un machete y me lo entregó.
- Deshazte de toda la hierba, quiero que se vea que este terreno tiene dueño y que tiene pensado usarlo.
Si eso fue un chiste no le encontré la gracia. Comencé a cortar toda la hierba mientras mi padre contemplaba la vista del lugar. Tenía que admitirlo, era hermosa, aunque me parecía mejor si se podía contemplar en vida y no ya que uno estuviese muerto.
- Esto, hijo mío, es el camposanto. Lo que me gusta del camposanto es que es un lugar que no puede ser profanado. Imagínate a alguien robándole a un muertito, que ya no se puede ni mover o defender. Por eso nadie profana el camposanto, porque es santo y porque les daría vergüenza, yo creo.
Era la primera vez en no sé cuántos años que mi padre me dirigía la palabra con fines educativos. No dije nada porque no tenía qué decir y seguí en mi tarea, mientras mi padre parecía cada vez más ensimismado. Creo que amó ese lugar desde siempre.
Después fui el encargado oficial designado por mi padre para mantener esa tierra en buen estado. Creí que había sido capaz de pagar el lugar porque el día en que amaneció muerto, fue enterrado en el lugar en que fue convenido. El funeral fue algo muy sencillo a donde sólo acudimos sus hijos y mi madre. Y un cura que parecía tener serias intenciones de beatificarlo de acuerdo con toda la palabrería que dijo. Mi madre lloró sinceramente y cuando el padre se fue, nos quedamos a solas con la caja recién enterrada. Algo murmuró y con una señal de cabeza nos indicó que debíamos irnos. Ella arrojó una rosa roja sobre la tierra recién removida y justamente en ese instante nos alcanzó el presidente municipal. No escuché lo que le dijo a mi madre pero ella lloró todavía más y después me dijo que teníamos que terminar de pagar el terreno.
Mi padre estaba muerto, enterrado en el camposanto.
Mi padre era ya un santo.

Texto agregado el 06-08-2007, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


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