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29/02/2004

Vomitó sangre, cenizas y unas cuantas plumas. Los vómitos se habían hecho recurrentes en los últimos días, y esta era la cuarta vez en el día en que vomitaba ese contenido, aunque por primera vez sucedía lo de las plumas. En sus ojos llorosos se reflejó un dolor profundo, seguido de unas convulsiones más sin vomitar nuevamente. Se limpió los restos de sangre de la boca y se dirigió pesadamente a la cocina, a terminar de limpiar el vómito de hacía algunas horas.
Últimamente había padecido de algunos síntomas extraños, "propios de la muerte", como tanto le gustaba llamarles aunque por dentro la idea le disgustase. Le dolía mucho la espalda y tardaba mucho en conciliar el sueño. Cuando despertaba, su recámara estaba inundada de plumas blancas y sangre, pero nunca encontró en sí una herida a la cual culpar. Ahora que lo pensaba, sin embargo, podía tener algo que ver con los vómitos.
"Es ridículo", pensó. "La violencia de las convulsiones me despertaría..." Pensó un poco más en este hecho y comenzó a asustarse verdaderamente.
Lavó la ropa vieja que usó para lavar el piso y perdió todo ánimo de bañarse. Encendió un cigarro mientras se sentaba a contemplar el día nevado y gris propio de la ciudad. Sonó de pronto el timbre y, extrañándose, se dirigió torpemente a la puerta, pues nadie le visitaba jamás. Cuando abrió, el pasillo estaba vacío y un aroma extraño inundó el ambiente. El mismo aroma de un perfume barato que le habían regalado algunos meses atrás, cuando comenzaron sus males. Simplemente cerró la puerta, lo detestaba, y en ese momento el dolor en la espalda se hizo insoportable; cayó pesadamente al suelo mientras trataba de contener las lágrimas inevitables. Sin embargo, en el suelo lloró amargamente, lloró por su dolor, por su soledad y por su falta de fe: nunca creyó en su futuro. Perdió la conciencia mientras veía cómo volvían a volar plumas blancas en la estancia.
Cuando despertó, estaba fuera de sí. No entendía lo que había pasado y en la espalda continuaba el dolor de su desmayo. No supo cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero la sangre que había vomitado en el desmayo, ya seca, aprisionaba a las plumas contra el piso. "Quizá me convierta en un ave", pensó mientras se tocaba su espalda tratando de mitigar su dolor, y encontró una pequeña pero notable protuberancia, y dolorosa. Se levantó, tenía que salir un poco. Quizá el aire gélido de invierno le entumecería la espalda. Tomó un abrigo, limpió su cara y salió.
Caminó lejos de su casa, se sentó en una banca y esperó. El dolor seguía ahí, las protuberancias -se acababa de descubrir una segunda- también, y el sabor alcalino no cedía. La tarde comenzó a caer lentamente y decidió regresar a casa, ahora con más confusión por la falta de mejoría que no esperaba. Cuando llegó a su calle, la vista se le nubló, mientras salpicaba toda la nieve alrededor de sangre y cenizas. El dolor le obligó nuevamente a caer, y en el suelo sintió el dolor más agudo que jamás había sentido en la espalda, haciéndole gritar desconsoladamente. Los vecinos salieron al momento en que daba uno de sus últimos suspiros, acompañados de sangre. Cuando llegaron a donde yacía, había muerto ya, y sus lágrimas heladas se disolvían en la sangre que había salido de su espalda. Los vecinos no supieron cómo describir la escena llena de sangre, plumas blancas y un ser humano en el suelo, con dos hermosas alas en la espalda. Sólo pudieron decir que un ángel se había caído del cielo.

Texto agregado el 06-08-2007, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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