- Oiga, me pisó la cola –le espeté al oficinista que, apresurado, me pasó a llevar en el andén de la estación Universidad de Chile.
Me miró de hito en hito & murmuró:
- ¿Que qué? ¿De qué cola estás hablando, lunático?
- Usted quizás no la ve con los ojos, pero… mire. ¿Acaso no nota en el aire un leve movimiento, una corriente casi imperceptible? Es porque estoy agitando mi cola.
- No la veo.
- ¿Siente la corriente?
- Sí, creo, pero…
- Entonces tengo cola & usted me la pisoteó.
- ¡Qué idioteces dices, loco! No me agarrí pa’l hueveo –su tono sonó amenazante.
- ¡La cola…! ¿Es que es usted tonto?
- Estás demente.
Llegó el tren & ambos subimos al mismo vagón. Mientras íbamos de pie, yo veía en la ventana su rostro reflejado, en el que se dibujaba una mueca de profundo desagrado al encontrarse con mi propio reflejo.
Un movimiento brusco (( uno que otro pasajero despertó de una modorra )), y la puerta se abrió. El hombre pidió permiso varias veces, abriéndose paso entre la apretujada masa de horario peak. Y estoy –casi- seguro de que cuando pasó tras mío dio una gran zancada como si temiese pasar sobre algo. No pude disimular la sonrisa.
Cuando él ya hubo bajado, asomé medio cuerpo & le dije:
- Adiós, buen hombrecito, y que tenga un buen día.
Se señaló la sien con el dedo.
Un pitillo de unos pocos segundos & la puerta se cerró, dándome el tiempo justo para introducirme nuevamente al vagón.
- Dios, qué susto me ha dado –me dijo, con una mano en el corazón, la señora que iba a mi lado-. Un poco más, y la puerta le corta en dos la cola.
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