Aquella muela del juicio, alojada en el rincón más oscuro de la bocota de ese hombre, aguardaba, simplemente aguardaba. Su espera era ociosa y paciente, todo lo contemplaba con atención, era ese su refugio y desde allí, atisbaba los espasmos de esa serpiente rojiza cada vez que el individuo aquel profería las más terribles maldiciones. Era su lengua impenitente, acostumbrada a denostar, mentir, retorcerse dentro de las aceradas mandíbulas cuando el tipo ese, que era un criminal absoluto, destazaba a sus víctimas y se refocilaba ante el espectáculo de la sangre.
La muela aquella no podía visualizar aquellos ojos, pero los imaginaba pequeños, crispados, huidizos. A veces aparecían unos dedos gruesos para introducirse en el gaznate, provocando con ello cataratas de repulsivo vómito. La lengua se quedaba quieta entonces y era señal inequívoca que el tipo se encontraba exánime en cualquier lugar, victima de sus propios excesos.
Los dientes, sus compañeros, eran filudos, parecidos a los de las bestias carroñeras. La muela no se relacionaba con ellos, ya sea porque su solitaria estirpe le había enseñado a ser desconfiada, o porque no le daban ganas de alternar con quienes consideraba cómplices de tanta atrocidad.
Los años pasaron y la muela, colmada de estar inserta en una boca que no era un templo sino la guarida de un discípulo de Satán, comenzó a corroerse y en ese estado, su labor única fue martillar y martillar sin pausa el maxilar de ese facineroso. Esto provocó que la maldad del individuo se exacerbara y, al igual que una alimaña herida, se tornara más feroz e implacable.
Por medio del martilleo, la muela estableció su solitaria protesta, logrando que las muelas vecinas le pusieran atención. Los dientes, esos cuchillos asesinos, fueron los disidentes, el individuo les había transfundido toda su sanguinaria pasión y ellos mordían con ferocidad superlativa cuando la muela del juicio proclamaba su rebeldía.
Enloquecido por el dolor, el criminal azotó varias veces su cabeza en el muro. Atontado, con sus ojos inyectados en sangre, se transformó en un guiñapo que sólo trataba de desembarazarse de ese calvario rotundo que hacía vibrar los timbales de tortura dentro de su miserable testa. Pero la muela aquella no cejaba y se sintonizaba con los potentes latidos de la sangre para propagar centellas justicieras.
Hasta que sucedió lo inevitable. Provisto de un cordel, el individuo ató aquella muela en un extremo y una enorme piedra en el otro, luego se tendió al borde del precipicio y fortaleciéndose ante la expectativa de liberarse, arrojó la piedra al fondo de la oquedad. Un pedazo de mandíbula salió despedida de la grosera boca del individuo, quien, lanzando un alarido animal, supo de la propicia caridad de un desvanecimiento.
La muela del juicio y dos compañeras más, permanecieron desde entonces, ni felices ni victoriosas, en ese páramo solitario. De todos modos, la muela ya no tuvo por compañera de vestíbulo a esa lengua mordaz que era capaz de envenenar todo lo que la circundaba.
El hombre, entretanto, vio como una a una, las demás muelas se fueron escapando de su boca. Y provisto sólo de un par de dientes carniceros, se encargó de prevenir la fuga de los latidos de su corazón, el que amenazaba, también, con apagarse para terminar con tanta malignidad…
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