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Ese día había pocos viajeros, fatigados e infaustos se daban a la fuga de la cruel ciudad. Así que sentí un alivio al saber que habría, en consecuencia, poca bulla y menos aire viciado. Pero una jugada del azar (o una equivocación desafortunada) quiso que mi boleto, aparentemente, tuviera el mismo número que el de otra pasajera. Una mujer joven, pelo negro liso, tez morena y vestida de azul, de rasgos bastante atractivos y provocadores, a la vez que deslenguada y algo agresiva. Ineludible deducción merced de la vana conversación: animada e intensamente sostenida con una amiga (supongo). Ocupaba mi lugar. Casi no podía creer tal coincidencia, así que revisé detenidamente el boleto, no había duda: ese era también mi asiento y quise hacerle saber que ella estaba en el lugar equivocado.
— Disculpa... Tengo el boleto de este asiento.
Me sentí ridículo, como queriendo pasar por una calle vacía y nos topáramos los dos en el medio, estorbándonos.
— ¡Hay! Yo también tengo este asiento lindo.
Siguió conversando, como si no pasara nada. Su indiferencia me dejo perplejo y rocé el desprecio de su desatención. ¿Qué podía hacer? Para resolver el asunto de la mejor forma sugerí lo obvio y le dije, algo preocupado:
— Esperemos que suba el auxiliar y que él nos ubique.
— Listo, estupendo— Volvió a su conversación.
Consiente que los asientos sobraban no pude evitar sorprenderme: cómo pudieron equivocarse tanto en la boletería. Mientras esperaba al auxiliar aproveché de pensar qué haría durante el viaje y decidí ubicarme transitoriamente en otro lugar. El asiento me resultó cómodo y esa misma sensación golpeó mi imaginación con una bofetada agorera: qué pasaría si alguien sube más adelante y tuviera que cambiarme de donde haya elegido, y si para entonces sólo quedaran asientos incómodos o cerca del chofer o cerca del baño (lugares que no me gustan). En muchas ocasiones discutí la desventaja probabilística de ocupar los primeros asientos, en caso de un choque frontal esos serían los más afectados. Por lo tanto siempre evito las primeras dieciocho colocaciones. Por contrapartida, hacerlo muy atrás exhibe similar riesgo ante un choque por la parte posterior. Debo agregar que nunca me a gustado ese lado, generalmente el fétido olor emanado del baño hace del viaje una porquería.

De tal manera que, inevitablemente, siempre me predispongo a sentarme más o menos al medio y al lado de la ventana, a la sombra en verano o cuando hace calor, y hacia el lado del pasillo en invierno o cuando hace frío. Recuerdo algunos viajes especialmente placenteros si conseguía el puesto de mi gusto: podía mirar los campos, los ríos, las montañas o las gentes y calles de tantos pueblos que nunca llegaré a conocer. Ese instante impregna fugazmente mi alma con el alma de cada lugar. Acogía esa sensación con especial dicha desde el lado de adentro de la ventana: sin frío, sin calor, sin tiempo que esperar, es como un cuadro vivo una película tridimensional, pero por sobre todo hecho de realidad y pura realidad. Tampoco me agradan aquellos que llevan un televisor o más, como si los ocupantes no pudieran volver la mirada hacia afuera, cuántas veces podrán estar tan cerca de un río, de la lluvia en plenitud, de los sembradíos o de un atardecer languideciendo sus colores en el horizonte. Y todo al mismo tiempo.
Finalmente el auxiliar subió al bus y caminó hacia el fondo, pasó rápidamente y no encontré prudente detenerlo para contarle el problema de inmediato. Escudriñé subrepticio el bus más de medio vacío, otra vez me sentí ridículo queriendo algo que abundaba: asientos desocupados. ! No ¡ yo quería ese, precisamente ese, reunía los requisitos de mi regateo. Esperé que mi usurpadora diera el primer golpe, quise así resbalarme el tilde de persona conflictiva. Nada ocurrió, ni siquiera advirtió que alguien pasara por su lado, en cambio estaba absorta conversando y riéndose animadamente. El auxiliar regresó y entonces si que lo interpelé mostrándole mi pasaje, y le pedí que resolviera la contrariedad.
— No se preocupe. Hay asientos de sobra, pero igual veré que pasó.
Fue hacia la cotorra mujer y respetuosamente le solicitó su pasaje, para verificar que estuviera en orden. Interrumpida, maliciosa intimidó al auxiliar con un escote ajeno de secretos, desde arriba debió ver con claridad la exhuberancia de sus senos henchidos, pasando por los volúmenes redondeados apretados en la aglutinada juntura del medio, sí hasta posiblemente el rojo de sus pezones, que parecían querer escapar remarcando el raso de su blusa.
— ¡Hay mijito lindo!... ¡Si yo no tengo pasaje!
Escuchar esas palabras cambio mi semblante de inmediato. Sentí hervir mi sangre. Era una perra que estuvo todo ese rato jugando conmigo, no tenía intensiones de abandonar su cotorreo y dejar libre el asiento, el mismo que yo había elegido bajo mis usuales cavilaciones. Esto no podía quedarse así, y no lo dejaría pasar: estaba dispuesto a correrla con pasaje en mano, aunque nadie más subiera a ese bus. Me paré como un toro azuzado, encolerizado y rabioso. Los pensamientos se hacen cuánticos, saltan como átomos de una órbita cognitiva a otra, porque no parece haber tanto tiempo para revivir algún suceso semejante y sin embargo pude recordar, casi sentí la misma rabia: tiempo atrás iba en micro por Santiago, en un oscuro día de invierno. Hacia tanto frío que evité aferrarme a los pasamanos de metal y me acurruqué solo en un asiento, al cabo de un rato el asiento de cuero postizo se comenzó a calentar porque ya no me costaba tanto moverme y acomodarme encima. El vaho de mi respiración abrió una brecha en el empañado y sucio vidrio, por dónde podía distinguir las luces de los autos y reconocer las calles del camino. Tomadas de la mano, a empujones, una pareja de amigas buscaba un claro en el pasillo, por entre medio de los que bajaban, al igual que ahora conversaban quien sabe qué cosa. Una de ellas trató de encontrar dos asientos contiguos desocupados, pero no había. No vaciló, se acercó y me pidió por favor que le dejara el puesto e hiciera el esfuerzo de cambiarme a otro ¡Para irse ellas juntas!: conversando por supuesto. No le dije nada porque me dio lata sacar mi nariz que estaba en ese instante por debajo del cuello del chaquetón, indudablemente no iba a cederles el asiento tibio, después de lo que sufrí para calentarlo. Así y todo creo que escuchó muy claro mi pensamiento: ¡ándate a la cresta!

¡Si! ¡Si! ¡Si!, como una locomotora la iba a embestir y sacarla de ahí. Me paré dispuesto, casi con ansias de enfrentarla para mandarla a la mierda. Casi como una maniobra bien ejercitada pasé del asiento de la ventana al pasillo, en el justo momento que una muchachita de no más de quince años; que venía subiendo, se detuvo en el mismo sitio con el pasaje del asiento que yo había estado ocupando. De tal forma que pareció me había parado exactamente para brindarle la pasada y así pudiera ella ocupar el lugar que le correspondía. Me miró con una sonrisa bondadosa y me dio las gracias por esa gentileza. Esa cándida voz enfrió la fiebre de venganza que había estado explotando en mi pecho, apenas unos segundos antes. Pero no fue eso lo que me quitó de mi plan: la niña tenía el antebrazo derecho de menos y advertí que era de nacimiento. Otro salto cuántico transportó mis pensamientos de una órbita revanchista a otra de profunda conmoción: que habría imaginado esta tierna niña si yo reclamaba mi asiento en el preciso momento que ella subía, habiendo más de medio bus vacío: "Quizás siente rechazo, y no quiere viajar a mi lado, porque le molesta mi condición"....quizás algo así.
La dulzura de sus ojos y sus finos cabellos hermosamente peinados hablaban de una mujercita preocupada y elegante, su polera nueva color lila olía a Coral, como toda ella. Su voz pausada daba visos de seguridad en si misma. Entonces, no sé como, entendí que ese era de alguna manera el lugar más hospitalario del bus, ¡Si!, el más humano, el más sincero, la compañía ideal para un viaje tan largo. Igual que todo un perfecto caballero la invité a ocupar su asiento y ayudé a acomodar su bolso. Sin perder la encontrada compostura me senté en el asiento contiguo, hacia el pasillo, por donde una cálida brisa tornaba más pegajosa la acostumbrada transpiración de verano. No bien estaba bajando el respaldo con la palanca naranja, tratando de ganar un poco de visión por la esquiva ventana lateral, el auxiliar se acercó para comunicarme que si deseaba ocupar el asiento 27, la numeración de mi pasaje, podía hacerlo con toda propiedad.

— ¡No!, no hay problema... estoy bien aquí. Además, me gusta ir mirando la carretera desde el primer asiento.

Texto agregado el 06-08-2007, y leído por 246 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
17-12-2011 Eso, bien narrado, las escenas se forman claramente en la mente del lector, con la ayuda de que son imágenes de una cotidianidad:subir un bus, buscar asiento, ciertos pasajeros, el paisaje a través de una ventanilla, etc. Buen final donde no se produjo el conflicto que uno suponía que se daría, con ese personaje 'la cotorra mujer' que se veía interesante y tal vez le hubiera dado al cuento mas lineas e interés. Pero es el cuento que quisiste hacer y está bien. Saludos. ggg
29-08-2009 Manejas muy bien la narrativa, aunque debo decirte que en momentos se vuelve lenta...es bueno el cuento mis 4* chorros
28-06-2008 me encantó, el ritmo, la prosa, los cambios de tono el humor, la sensibilidad, gracias. eride
 
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