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Lo vio venir sabiendo que no podría detener el golpe. El impacto, brutal le sacudió los ojos, desfigurándole el gesto para hundirlo en una grieta fría, húmeda de recuerdos y pensamientos extrañamente lúcidos.
A su alrededor, una muchedumbre enardecida gesticulaba, aullaba arengas incoherentes, sacudiéndose en desorden con la furia de un mar crispado de tormenta.
Aún antes de recibir el puñetazo del negro tuvo la certeza de que no podría levantarse. Demasiadas combates encima, demasiados guantazos, demasiados viajes erráticos presentándose en arenas de toda clase, como para no imaginar la justeza y fuerza de ese puño, anticipo de una insondable inconsciencia de lona, madera, alaridos y silencios.
Desparramado en uno de los vértices del ring, sintió alivio al recordar la orden y luego el ruego con que había convencido a Soraya de que no lo acompañara. Conocía lo suficiente el alma de su mujer como para comprender que estando ella en la tribuna, sufriría con él los golpes recibidos en el cuadrilátero y los insultos que le dirigía la barbarie de las gradas, hambrienta de sangre y sudor calientes.
Solo, aún en medio de la peor de las derrotas, se sentía capaz de sobrellevar los cortes en las cejas, los hematomas en su rostro y la tunda absorbida por cada poro de su enorme humanidad. No podría sin embargo, soportar la visión de su mujer entre los presentes, contraída en una mueca de angustia. Eso no.
A lo lejos, escuchó la voz ronca del árbitro vociferando la cuenta y se le antojó idéntica a una subasta. ¡¡¡Siete... ocho... nueve..!!!. Expuestos a la vista de todos los presentes, lucían desteñidos, su presente y su futuro como únicos objetos de remate. El comprador: un negro de ciento trece kilos, pantalones blancos y semblante concentrado, que bailoteaba a su alrededor vigilando la absoluta falta de reacción de su contrincante.
Como si alguien pudiera reponerse de un mazazo semejante; no había caso, el knock out era un hecho que había anticipado segundos antes, cuando el upper cut arrojado con la esperanza de llegar a las quijadas de su rival, se diluyó en el vacío, dejando vulnerable el espacio para la entrada de una mano demoledora.
Pensó en Soraya. El amor que sentía por ella se había convertido en una fuente inagotable de energía y calor vitales. Una calidez que el aliento helado del mundo exterior había procurado extinguir, atosigándolo con argumentos para él incomprensibles. Nunca se había identificado con los principios del régimen, la superioridad de una raza sobre otra, la humillación y el holocausto como medio para la depuración de unos pocos, carecían de sentido.
Recordó la oscura visita del funcionario del gobierno a su práctica matutina, hacía unos meses. Visualizó otra vez el gesto de desprecio del burócrata al notificarle que debía alejarse de su Soraya, dado que la nueva Alemania no podía tolerar la mezcla de un ario puro con “hembras pusilánimes, como esa gitana húngara”.
Resonaban todavía en sus oídos, las palabras aterciopeladas con que habían pretendido convencerlo de tal decisión. Su potencial era ilimitado, su contracción al trabajo, su talento y su tenacidad eran virtudes exclusivas de una clase agraciada de hombres y mujeres que compartían un destino común de gloria y poder sobre el resto. Había llegado el momento de concretar ese sueño en un plano real, para lo cual se requería del sacrificio y el esfuerzo de todos los arios. Tan sólo se le pedía una pequeña muestra de lealtad a los ideales del Fuhrer y por ende, de todo buen alemán. Ese gesto sería visto con muy buenos ojos por quien timoneaba el destino de la patria, su patria.
“Antes, fusílenme.” Ni un solo músculo de su rostro se había deslizado fuera de lugar para traicionar la determinación con que pronunció su respuesta. A las puertas de conquistar el título de los pesos pesados, forzaba de esa manera a los alienados a elegir entre tolerar su relación prohibida o sacrificar al “enterrador de boxeadores”, como se lo conocía desde su ingreso al mundillo, quien brindaría un ejemplo de la excelencia aria al mundo. Sería decisión de ellos, y sonrió al sopesarlo “como matar a la gallina de los huevos de oro”.
No lograban comprender que Soraya era su patria. Su lugar en el universo y el tiempo. Era junto a ella y no con la mano levantada hacia la bandera del águila, que él se sentía pleno. ¿Y le pedían que renunciara al único sentimiento que le había dado dirección a su vida...?
Breve, firme y envuelta en un gruñido ronco, la sencillez de su respuesta resumía su propia forma de vivir, en unión con esa mujer que lo había encauzado, elevándolo de la intrascendencia en que transcurría su existencia antes de conocerla. Renunciar era morir. Convencido de esa verdad, echó mano de la simple y única estrategia con que podía enfrentar tamaña irracionalidad, coaccionándolos de idéntica forma que ellos lo hacían con él, a asumir el costo o los laureles potenciales de la decisión a adoptar. Jaque mate de boxeador, humilde, áspero e indeclinable.
En aquella oportunidad, lo habían dejado viajar y habían disfrutado con él (a costa de él) de la dulzura de un triunfo duro y ajustado sobre el negro estadounidense, a partir de allí, ex campeón del mundo. Volvió repleto de costuras, moretones y con una muñeca dislocada. Había vencido gracias al tesón y a la guapeza que a menudo afloran cuando se lucha para ofrendar la victoria a aquél por el que se daría la vida. Soraya, en su caso; Alemania y el Fuhrer para el séquito de fanáticos obsecuentes que habían celebrado la caída del rival saludando la figura imaginaria del asesino con los brazos extendidos y las palmas abiertas hacia abajo, al grito unísono de Heil Hitler.
Lo importunó nuevamente la contrariedad que lo había embargado al verlos festejar su triunfo, apropiándose de sus méritos, con completa indiferencia por sus ojos repletos de puñetazos y las cejas deshilachadas; arrogantes y displicentes con aires de haber cumplido una simple formalidad.
A lo largo de los dos años que siguieron a esa conquista, habían continuado exigiéndole que se alejara de Soraya, tentándolo con ofrecimientos de lo más irrisorios e inmorales como cambiarla por dos dignas representantes de la raza superior, a su elección.
A pesar del constante acoso al que lo habían sometido y a la fiera resistencia que siempre les había opuesto, algunas señales aisladas lo alertaban sobre la ignorancia que el mundo tenía de su situación. Hasta sus oídos habían llegado los rumores de que en algunos círculos comenzaba a considerárselo un conspicuo fuelle del régimen nazi, delator de elementos impuros, extraños a la sociedad perfecta que el Fuhrer y su banda de alienados soñaban con instaurar.
Y allí estaba, tirado sobre la lona templada, incapaz de mover los párpados, con el monstruo de la multitud de mil rostros, ademanes y alaridos, con el referí formalizando un conteo inútil y el moreno Kilsharks levantando los puños al cielo, feliz de haber recuperado la corona perdida dos años atrás, vengándose de la afrenta sufrida ante el mismo rival.
Para su sorpresa, él también se sentía feliz. Una felicidad serena y tranquilizadora lo fue inundando, anestesiando el dolor de los golpes y la pérdida de la corona.
Se había entrenado duro para ese encuentro, desplegando lo mejor de sí en el cuadrilátero, convencido de que estaba haciendo una muy buena pelea, hasta la inoportuna irrupción de ese guante que le aflojó las rodillas condenándolo a una caída sin respuestas. A medida que descendía a la hondura del desvanecimiento, fue intuyendo que esa felicidad que lo embargaba tenía raíces profundas en su futuro. Ante él se abría la oportunidad de librarse del estigma injusto de acusaciones vagas e ignorantes de la verdad. Su derrota constituía el fin de la manipulación sufrida como modelo de luchador ario, representante involuntario de un puñado de principios inhumanos de crueldad extrema. Libre de ese peso, podría mostrarse al mundo tal como realmente era, y todos sabrían de su enconada resistencia a dejarse pisotear por la irracionalidad.
Sin conexión aparente con los fragmentos de pensamientos que atravesaban su mente, el recuerdo de una apacible tarde de fines de verano en los fondos de su casa se le presentó de improviso, anclándolo con firmeza a esa luminosa reminiscencia. Soraya semidormida en la mecedora y él, absorto en la contemplación de la suavidad de sus rasgos. Las campanadas de la iglesia cercana aún resonaban en la letanía, cuando escuchó la voz clara de su gitana augurando palabras de una perplejidad que no logró desentrañar en ese momento. “El destino irrumpe en la voluntad del timón, forzándolo a incrustar el navío en campos donde las certezas se arrastran a ciegas”. La frase, que Soraya tiempo después no recordaba haber pronunciado, lo había intrigado al punto de anotarla en una servilleta y procurar desde entonces descifrar su significado y posible aplicación.
Agotado, se arrojó al regazo de un letargo tentador, haciendo caso omiso de los esfuerzos de su preparador por ponerlo de pie, del sonido ensordecedor del estadio y de los flashes de las cámaras, empeñadas en mostrarlo incrustado en ese rincón, de cara al techo, con la mirada perdida y los brazos inertes, sumergidos en la inmovilidad de la lona. “El destino irrumpe... navío incrustado... certezas arrastran...” se le mezclaban las imágenes, no lograba darles el orden necesario para comprender; Soraya esperándolo radiante al pie de una escalera que se perdía en la altura, soldados con la banda roja en el brazo y la cruz svástica lo perseguían sin alcanzarlo, su mujer le prodigaba un abrazo queriendo abarcarlo todo en una tierna despedida, sus padres sonrientes y jóvenes en un descanso de la escalera, el recibimiento cálido y afectuoso, abajo ya no se distinguían las figuras de quienes lo buscaban, se esfumaban las sensaciones a medida que continuaba el ascenso.
El hombre enfundado en un delantal blanco no puede disimular la tensión al hacer frente al racimo de periodistas agolpados en el vestíbulo del edificio. Su aparición en el lobby genera una rápida reacción de quienes llevan varias horas esperando las últimas novedades. En masa, lo rodean expectantes, muchos de ellos lapicera en mano, prestos a anotar cada aliento del comunicado que se está por divulgar. Tras unos segundos de tenso silencio, el facultativo comienza a leer la esquela que momentos antes apretujaba nerviosamente en uno de sus puños.
“La dirección del Jefferson´s Memorial informa que siendo las tres y veintiséis de la madrugada del día de la fecha, quince de abril de mil novecientos treinta y siete, ha dejado de existir el púgil alemán Max Tempelhof. Su fallecimiento se produjo como consecuencia de una insuficiencia cardiorrespiratoria congénita sufrida en los vestuarios, cuando el boxeador realizaba los ejercicios de precalentamiento previos a la pelea que debía sostener con nuestro compatriota, Joey Kilsharks.”
“A pesar de los ingentes esfuerzos realizados por personal de este hospital, la lesión fue agravándose durante la noche hasta producirse su deceso, hace escasos minutos. Su cuerpo será trasladado mañana por la mañana al aeropuerto La Guardia desde donde partirá el vuelo con destino a Berlín. No se responderán preguntas de ninguna clase. Muchas gracias y buenas noches.”

Texto agregado el 05-08-2007, y leído por 443 visitantes. (15 votos)


Lectores Opinan
26-10-2008 “El destino irrumpe... navío incrustado... certezas arrastran...” uno suele encallarse y olvidar que las certezas no existen. Lo dices de manera clara, en un texto que no abunda en metáforas pero sí en contundencias. Una reflexión, ante todo. Stars! Indhira
05-05-2008 Es un texto perfecto. La única sugerencia que tengo es los espacios entre los párrafos. A veces me perdía. amoenus
12-04-2008 Coincido con Tiresias, pero al menos quiero dejar constancia del disfrute. Está muy bien elaborado, la estructura y el uso de los distintos planos temporales. Buen trabajo. eride
21-03-2008 Cruda realidad que se vive día a día, las más de las veces son casos que la historia no registra. Excelente narración. De cinco estrellas. borarje
22-10-2007 Excelente!!! Perfectamente lograda la conjunción de planos de la narración, donde la Historia, la pelea y la relación amorosa se entrecruzan magistralmente. Te felicito.***** andrula
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