Esa noche el portón estaba entreabierto y pasó la entrada sin tocarlo para evitar el ruido de las bisagras oxidadas. Miraba atentamente el piso para calcular dónde poner en silencio cada pie y sorprenderla. Estaba con los sentidos alerta, no quería ser él el sorprendido.
Discutir con ella lo había angustiado, no soportaba el tono agudo de enojo. Adoraba su perfume, la suavidad de su pelo, las formas de su cuerpo, el gusto que le quedaba de ella al nombrarla.
A través de la ventana del primer piso vio una luz tenue e intermitente como la de un televisor prendido y olvidado.
Silencio absoluto.
¿Cómo podía escuchar la ausencia de sonido? La ruta estaba lejos; no había viento, ni demasiado calor o humedad que despertara a los grillos y las ranas.
Demasiado silencio.
Ni siquiera un gato enamorado o un perro enojado.
Prestó atención al silencio; trató de escuchar su respiración, el latido de su corazón, sus manos frotando el saco.
Nada.
El olor del pino, la luz del primer piso, el gusto amargo en la boca y la humedad del pasto al tocarlo lo tranquilizaron.
Sólo el sonido era el gran ausente.
Se distrajo en el silencio y volvió por el camino, preocupado porque no podía escuchar ni sus pasos.
Cuando llegó a su casa le extrañó no sentir sus olores: cigarrillo, algún plato esperando en la pileta, la humedad de la pared del baño.
Puso a calentar el agua en la pava.
Al abrir el frasco del café, ningún olor brotó. Miró la fecha de vencimiento, faltaban seis meses.
Recordó que por la mañana había tomado un rico café con leche, preparado con el mismo polvo, del mismo frasco.
En dos saltos llegó a la heladera, metió la cara entre las berenjenas que le preparaba su tía. Ni el ajo, ni el aceite de oliva entraron por las fosas nasales.
Corrió al baño. Frotó y metió la nariz en cuanta cosa había y nada.
—¿Me habré resfriado?
Entonces recordó el sonido ausente y su preocupación se duplicó.
Tardó en dormirse porque lo distraía el silencio y continuaba insistiendo, entre resoplidos, en percibir algún olor.
Se despertó flotando, la cama no lo sostenía.
Se sentó y no encontró dónde apoyar los pies.
Trató de frotarse la cara y no la encontró.
Miró la cama, el piso, sus manos, y ahí estaban. Caminó inseguro hasta el espejo y vio su cara, vio su mano tocándolo pero no podía sentirlo.
Triplicó su preocupación.
El mundo se estaba achicando.
No se bañó, tenía miedo de quemarse.
—Igual no voy a sentir mi olor.
Tenía hambre, se preparó unas tostadas, las untó con manteca, les puso mermelada de ciruelas y al primer bocado se puso a llorar.
Sus ojos se cerraron y el mundo desapareció. |