La llamada de Ernesto me causó una angustia malsana y desagradable.
Crecimos juntos y fuimos amigos íntimos el, Carla y yo. Hacía tres meses, desde mi partida, que no sabía nada de ellos.
Carla era hermosa y temperamental; todos la deseaban. Desde niños había entre nosotros una química especial y de adolescentes una atracción casi animal.
Nos sorprendió la adultez sumidos en una pasión sin límites, hasta que alguien la convenció que lo nuestro era un capricho y sugirió cortar nuestras relaciones por un tiempo.
Quedé herido de muerte, digerí el veneno que me causó su actitud y no le reproché nada.
Un año y medio después, al cumplir los veinte, se puso de novia con Ernesto y seis meses más tarde se casaron.
No es por ególatra; yo estaba seguro que ella seguiría siendo mía.
Así fue; después de su boda me confesó arrepentida que lo hizo en una etapa llena de incertidumbres y desasosiego, buscando algo más formal, más sensato.
Llorando, mientras me besaba como si hubiese perdido la razón, juró que jamás me dejaría.
Nos encontrábamos cuantas veces podíamos y hacíamos el amor con más ardor y vehemencia que antes, totalmente indiferentes a su nuevo estado civil.
Pero había un grave problema. Ernesto lo intuyó y sufría esos celos que suelen ser terriblemente peligrosos.
Con dolor, me alejé de ella para protegerla.
Ahora Ernesto me citaba a un lugar desconocido. Fue parco por teléfono; no entendí a qué se refería cuando dijo: "te devolveré algo de Carla que una vez fue tuyo".
Después de un silencio tenso, escuché el corte del teléfono.
Casi al ocaso, llegué al galpón abandonado. En ese páramo, mi única compañía era el sonido del viento sacudiendo las chapas de cinc y el chillido de las ratas.
Poco después apareció Ernesto.
¡Como había cambiado! Era una sombra, Delgado, demacrado, sus ojos vidriosos y su vestimenta sucia y descuidada.
Me llamó la atención la caja que traía. Era de un color rojo intenso.
No bien me vio, me apuntó con su índice. Su grito de rabia retumbó por todo el galpón:
_¡La culpa de todo la tenés vos, hijo de perra!¡Me arruinaste la vida! Y se largó a llorar desconsolada-
mente.
Quebrado por su desconsuelo, pero tratando de zafar , quedamente le pregunté _¿La culpa de qué, Ernesto?
¡Sí, vos! ¡Fuiste mi mejor amigo y me engañaste! Acusaba desaforado, levantando la caja roja. _¡Aquí te traigo lo prometido! Decía golpeándola furiosamente.
Recordé que al llamarme por teléfono me dijo: "te devolveré algo de Carla que una vez fue tuyo"
Imaginé lo peor.
¡Seguro que el loco la descuartizó y le arrancó el corazón! ¡Si!¡Le arrancó el corazón a Carla!
¡¡Maldito asesino!! _Fue lo único que salió del fondo de mi desesperación.
Sentí que el mundo se me venía encima y perdí el control. Me abalancé y le pegué una trompada en la frente con odas mis fuerzas.
La caja rodó por suelo y tuve que saltar para no aplastarla. Al ver a Ernesto maltrecho revolcándose por el piso mugriento, levanté un hierro para rematarlo, pero me contuve.
La sangre siempre me causó impresión.
Opté por aplicarle una violenta patada en la cabeza, al tiempo que desviaba mi mirada para no soportar el desagradable espectáculo.
Dejé pasar unos instantes y aunque mi perturbada razón me aconsejaba que no lo hiciece, volví la vista sobre él. Por su inmovilidad y sus ojos abiertos sin mirar, comprobé que había dejado de joder para siempre el desgraciado.
Respiré hondo, tomé coraje, alcé la caja y salí disparando. De regreso a casa parecía que cargaba una pequeña urna funeraria.
La noche fue terrible para mí. La caja roja sobre la cómoda y yo en vela,tratando de apartar mi mirada de ella sin lograrlo.
Había momentos en que la veía oscilar compasadamente y oír un latido retumbar en su interior. Obsesionado, cada rato me acercaba para verificar si la caja se corría, porque la había visto avanzar hacia el borde y quería preservarla de una posible caída.
Me sorprendió el amanecer con los nervios destrozados. Extenuado, planifiqué mis futuros pasos. Iría a la policía con la prueba para que verificaran el abominable crimen de Carla y me declararía culpable por la muerte de Ernesto.
"Ojalá los jueces me tengan piedad" Rogaba una y otra vez como en una letanía, mientras me dirigía al Precinto más cercano, donde confesé todo lo ocurrido.
Cuando los policías comenzaron a abrir la caja roja yo miraba hacia otro lado, resistiéndome a enfrentar el horror del contenido. Varios golpes en mi hombro, me obligaron a a volver y enterarme de la cruel realidad.
Dentro de ella, hermosa, brillante y solitaria, descansaba aquella gargantilla que le regalé a Carla unos días antes de su boda.
La dedicatoria donde le juraba mi amor para toda la vida estaba a su lado, pero rota en pedazos.
Jorge Lavezzari
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