(memorias de un médico)
Bagdad
Estoy acostumbrado a la muerte, la conozco bien y la reto a diario. Se lo frágil que es la vida cuando, tozuda, en un suspiro se escapa de entre mis manos sin poder evitarlo. Me impresiona aún el tránsito, el instante fugaz que separa el pálpito de la nada. Desconozco lo que hay más allá, pero he visto ante mí la carne muerta, yerma e inútil y me he llegado a convencer de que no podrá haber resurrección. No soy un hombre religioso y si lucho por mantener vivos a mis hermanos es por mi devoción al oficio para el que nací. No puedo describir la “satisfacción” que siento cuando devuelvo el latido a un corazón. Ese es mi destino y me acompañará hasta mi propia muerte.
Estuve ejerciendo en el hospital del barrio norte de Bagdad, donde nací, hasta el año 2006 en que abandoné para irme a trabajar en Amman para una compañía médica holandesa. Los últimos tres años luché contra la muerte de forma desigual, ella me vencía fácilmente, sonriendo al ser invitada por los hombres, mis hermanos. Allí viví la impotencia ante tanta sangre inútil, gratuita, como si se hubiese olvidado que hemos nacido para mantenernos vivos y esperanzados, cuidando de nuestros padres y de nuestros hijos. Como si de repente la lucha por la vida se hubiese sustituido por una lucha por la muerte.
Cada mañana llegaba una camioneta cargada de cuerpos mutilados, vivos o muertos, daba igual, todos juntando sus sangres. Me duele aún en los oídos el “silencio” que se producía en los pasillos del hospital cuando sonaba el claxon creciente y continuo por la Avenida de los Mártires y se detenía en la puerta principal. Los miembros desgarrados y desordenados de hombres, mujeres y niños, venían después en varios envíos macabros y se abandonaban a la espera de sus dueños… no había nada que hacer, excepto llorar de desesperación. La noble lucha por la vida dejó de tener sentido para mí.
Maldije una y mil veces a los hombres que alentaban en nombre de Dios tanta destrucción, tanta derrota del ser humano. Maldije a los hombres imbéciles e ignorantes que mataban y morían en un empeño adverso a nuestra propia esencia. Maldije…
No me fui huyendo de la sangre, sino de la derrota del hombre. Ahora vuelvo a luchar contra la muerte de igual a igual, pero hay días en que ya no creo en mi trabajo.
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