Giussepe se presentaba a los demás rondando los setenta. Probablemente cumplidos, aún era capaz de conducir demostrando una envidiable destreza… Decía que se debía a sus genes turineses. Apestaban a gasolina. La quemó para llegar con su Fiat a unas montañas cercanas. Quería estar solo. Recién operado su corazón no soportaría la tele-visión de un partido así. En el húmedo asiento de en un prado empujó mentalmente como buen tifosi: “¿Cómo irán? ¡Gana Juve, gana!” Al marcar su reloj el tiempo de una posible prórroga, dejó que las agujas recorrieran un extra de hipotéticos penaltis. Regresó a casa temeroso. Vivía en las afueras de Turín. Al entrar encontró a su mujer llorando en la cocina. El partido se había jugado con treinta y nueve cuerpos cubiertos por mantas en un espacio anexo al terreno de juego. Su hijo estaba allí y no sabía nada de él. Pegado al televisor oyó indiferente el resultado.