Mientras caminas hacia mí la espalda se me endereza, tanto porque vienes, tanto porque no estabas. Dejaste en la huída una especie de estela fantasma y al volver algo me dice que realmente somos una familia. He de aprender a dimensionar las verdaderas escalas en el amor, esto que no se intelectualiza es a veces un ramito de eso que nuestros abuelos llamaban pasión. Hoy el concepto ha perdido la fragancia y hasta lo llaman querencia. En esas distancias donde el recuerdo se hace penoso olvidar he de aprender a regurgitar errores ancestrales, aquello que forma parte de tí, mujer bendita, se ha desprendido en el éter divino y hoy cuando las arrugas marchitas queman mi rostro, me has castigado con palabras crueles, sin embargo la distancia que me aleja de tu orgullo no puede ser trascendida por la inmediatez de una seducción amarga. Por todas estas ansias de vivir sigo viviendo y esperando en el farol de la esquina que se forme en mis entrañas una nueva forma de amarte, de comprenderte y quizá de cuestionar esos escarceos de tu mente en que a veces pienso.
¿Qué tan cerca puedo estar entonces de ese mundo ancestral que inserto en tu alma, lanzas a doquier buscando migajas sonoras hechas pedazos, en mi corazón atiborrado de dudas infinitas y en tantos recuerdos que vienen de una infancia deslastrada de arrugas seniles? Por esta forma de amarte me he atado en mis últimos años a supersticiones que viajan por los espacios siderales, con tus lecciones de astrología he sentido que los imanes que vienen del planeta marte, la radiación del sol o el influjo tendencioso de la luna son igualmente válidos a la hora de medir el amor. Mientras tanto, me seducen enormemente esas ganas de poseerte salvajemente en una noche de lobos, y en la plaza de la esquina, aquella en aquél pueblo lejano donde hasta a las sombras se les miente.
Me decías la semana pasada que me había vuelto pérfido en mis ideas eróticas, hoy al mirar tu retrato de antaño he sentido cosquillas internas, de nuevo la pasión de años atrás ha vuelto buscando una mirada tuya, tal vez una caricia o esos instantes supremos donde ocultamos nuestros cuerpos alterados por la prisa. ¿Qué esperas entonces para aceptar estos ruegos ansiosos de sudor de tu cuerpo cobrizo? ¿Será que he de traerte de nuevo la rosa de nácar, el vino de fresa o esos sarcillos que te hacen reír?
Por lo pronto, en esa habitación sencilla, frente a la hoguera envuelto arduamente con esas sábanas húmedas, es lo único que delata esa extraña manera de sentirte sin tocarte y de ver la hora con angustia si te acercas a mi mundo, esos espacios tan urgidos de tu olor.
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