Pude decir que sí, pero dijo no sé, era mas fácil... Le vi mirarme, dejar el brillo de sus ojos apagándose tras la luna del auto. Le iba decir que sí, nuevamente, pero le dije que no, que no y no... Sus ojos se pegaron a su cara y su cuerpo se puso en su lugar, ya no era un rostro humano, ahora era una persona ofendida, un gesto, un signo más en forma de realidad. Arranqué el auto y sin gesticular nada, me alejé de aquel lugar, dejando a mi amigo en ese pasado que ya no quería revivir.
Llegué a mi hotel. Dejé mi coche en la entrada. Pedí que lo guardasen. Entré al hotel y antes de pedir la llave pregunté si había recibido llamadas o encargos o visitas. Nada, respondieron. Eran dos mocitos, lindos los dos, altos, fuertes, sonrientes y educados, aunque solo por tiempo de laburo. Gracias, respondí y subí hacia mi cuarto.
Ya en mi pieza, la soledad me mojó el alma. Necesitaba compañía. Urgente. Una mujer, pensé... pero no, ya había franqueado esa puerta. Me di una duchazo y luego, me puse a leer. Las horas pasaban mientras yo me sumergía en esos cuentos de Felisberto Hernández que, aumentaban mas mi soledad. Lo dejé y pensé en volver a salir. Me vestí. Me fijé si tenía guita. Algo es algo. Mil quinientos pesos. Alcanza, me dije. Llamé a recepción y pedí mi auto en la puerta. Enseguida señor, respondieron.
Subí al auto y partí rumbo a la noche. En verdad era un fugitivo. No quería encerrarme en la soledad. Aumenté la velocidad. Llegué a la carretera y seguí en línea recta. Me gustaba mucho ver la pista vacía, sin autos, o uno que otro container. De pronto vi a un muchacho haciendo auto stop. Iba a seguir. Pero que mierda, me dije. Pibe, le dije al muchacho que se me acercó corriendo, ¿adónde vas?. Buenas noches señor, gracias, voy a la entrada del balneario del kilómetro quinientos cuarenta, me dijo. Sube, le dije. Le miré mientras entraba y pensaba que era un lindo muchacho, de no más de veinte años. Alto, fuerte, de cabellos de oro y aventurero, pensé en mis adentros.
Encendí la radio y continué manejando, pero mas lento. El muchacho me pidió permiso para fumar. Se lo di pero que antes abriera la ventana un poco, pues yo no fumaba. Me hizo caso y empezó a fumar. Me contó de sus amigos que lo esperaban, de las minas que tenían una casa en la playa y que laboraba en una imprenta, y que le gustaba escribir poesía. Señor, agregó, ¿le gustaría que lea una de mis poseía?. Sí por qué no. Lee, respondí. El chico sacó un papelucho arrugado de su mochilita y me leyó un poema, un poema hermoso, demasiado hermoso... Iba a decirle algo pero no, decidí quedarme en silencio. ¿Que tal?. Está bien chico, sigue así... Me dijo que tenía más poesías y que si gustase podría regalármelas a mí. No, por favor, gracias de todos modos, le dije. Aumenté la velocidad y sentí que deseaba estar solo. Llegamos a un restaurante en la carretera y bajamos. Te invito un café, le dije. Aceptó. Bajamos, tomamos el café y ya con la luz en claro, me pareció haberlo visto un tiempo atrás. Era mi hermano cuando joven, mi hermano que había fallecido cuando quiso cruzar la puerta de vidrio sin darse cuenta que estaba cerrada, quedando una parte de la luna en su cuello, en su yugular, muriendo al acto... Era mi hermano, y yo, aun niño, lo adoraba porque le gustaba cantarme canciones de su autoría. ¿Cómo te llamas?, le pregunté. Me dijo su nombre que no era el de mi hermano... Casi me pongo a llorar al recordar, y si no fuera porque llegaron los cafés, lloraba de la pena. Fue allí cuando supe que siempre estuve solo desde que perdí a mi hermano. Luego, perdí a mis padres, quedándome solo junto a mis abuelos... Me volví en periodista a sueldo libre y ganaba bastante bien, pero, esa soledad, la de los viajes, me mataba y ahora, frente a ese muchacho entendía que era a mi hermano a quien extrañaba. Quise estar muerto.
Apenas acabamos el café, salimos. Entré al auto y cuando el muchacho quiso entrar, le dije que no, que lo sentía... Este me miró contrariado y se quedó mirándome directo a los ojos y sentí que era mi hermano quien me miraba y me gritaba el porqué dejé la puerta de vidrio cerrada. Lo siento, lo siento, lo siento, repetía en silencio ante los ojos de aquel muchacho que abría los ojos sin poder entender nada de lo que en verdad ocurría en mi mundo oscuro, en mi espacio interior... Arranqué y no volví la vista atrás. Regresé al hotel y apenas llegué, pedí la cuenta. Me voy, le dije a los conserjes. Sorprendidos me hicieron la factura. Pagué. Subí a mi cuarto. Entré y me puse a mirar todo. Mi maleta, mis apuntes, mis cosas en general... Me tumbé un rato y me puse a dormitar...
Tocaron la puerta de mi cuarto. Me levanté. Era el conserje. Me dijo que ya estaba el auto esperándome. Gracias, le dije. Bajé y me fui de la ciudad... Mientras me alejaba, aumenté la velocidad... y no quise parar hasta llegar a mi destino, aunque, en verdad, lo ignoraba... lo juro.
San Isidro, agosto del 2007
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