Teniendo en cuenta la popularidad de la que gozaba el talentoso rosarino, resulta comprensible que el material publicado en su homenaje se haya focalizado, salvo pocas excepciones, en su producción humorística gráfica y en los textos dedicados al fútbol, deporte del que, como es bien conocido, el autor era hincha fanático. Sin menoscabo de la importancia asignada a dicho material, en este espacio queremos resaltar una faceta menos difundida de la producción de Fontanarrosa, la que, a nuestro entender revela de parte del autor un acabado dominio de determinadas temáticas relacionadas con las ciencias sociales, la filosofía y la historia.
En efecto, en sus desopilantes libros de cuentos pueden hallarse varios relatos que, incursionando en el género humorístico, el creador de Inodoro Pereyra regocija al lector con narraciones breves en las cuales la escena por la que transitan sus personajes, refiere de inmediato a lugares y a episodios de la Historia Argentina e Hispanoamericana del siglo XIX y anteriores. Un inventario de algunos de estos cuentos, que podríamos definir como de ficción histórica farsesca, nos llevan a repasar las entretenidas páginas de “Los vencedores de Pisco”, “La carga de Membrillares”, “El tesoro de los Cancas” y otros títulos más.
A continuación, en una edición especial y diferente de GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS, ofrecemos el primero de los relatos mencionados que integra el libro “No sé si he sido claro” (Ediciones de la Flor, 1985), cuento que considero paradigma de una veta interesante y hasta ahora escasamente explorada de la obra literaria de Roberto Fontanarrosa; faceta creativa que –según supongo- se irá valorizando a medida que pase el tiempo y que, tanto los aficionados a la lectura como los críticos literarios, la conozcan más a fondo.
Hemos elegido “Los vencedores de Pisco” porque el relato, cargado de punzante mordacidad hacia cierta mentalidad todavía vigente en la Argentina, resulta ser un acabado y sutil ejercicio de historia contra-fáctica (o ucronía, como suele denominársela también) del tipo de “qué hubiera ocurrido si no ocurría lo que realmente ocurrió”. En este caso el autor, poniendo de manifiesto su sólido bagaje de conocimientos (pero sin hacer ostentación intelectual del mismo) se encarga de señalar, de un modo indirecto y divertido a la vez, determinados comportamientos humanos que la sociedad sudamericana actual habría heredado del largo y penoso interregno colonial español.
Si se escarba un poco se verá que el cuento va más allá aún. A partir del disparate histórico (o burda mentira) que se revela durante el diálogo entablado durante el encuentro de un grupo de ex alumnos secundarios que desde hace cuatro décadas se reúne año tras año a cenar con el antiguo profesor de Historia, se va tejiendo una trama cargada de incógnitas que termina sumiendo al lector en la más absoluta perplejidad. Un texto con final abierto -o, mejor dicho: sin final- que nos deja boquiabiertos.
Apelando al clima festivo chacotero que campea en este tipo de comilonas entre viejos compañeros de estudios donde predomina la anécdota remanida, el chiste grosero y la cargada inclemente; exhibiendo gran maestría para generar un misterio falaz aunque verosímil digno del Borges de “Tlön Uqbar, Orbis Tertius” o del párrafo tramposo con el que Eco prologa “El nombre de la rosa”, el escritor Roberto Fontanarrosa solapadamente nos transmite una palpitante inquietud que se podría enunciar así: luego de la gesta independentista de hace dos siglos atrás ¿cambiaron las cosas o todo sigue más o menos igual?
Finalmente habría que agregar que, compartiendo la opinión de Paul Groussac cuando sostiene que “la Historia es Arte, es Ciencia y es Filosofía”, este cuento tiene mucho de lo primero en la medida en que la calidad narrativa del texto remite a la tradición literaria del género (Blaisten, Denevi, Dolina, etc.); y, también, de lo filosófico, dado que motiva la indagación y la reflexión acerca del pasado y el presente de argentinos y latinoamericanos. Por el contrario, en términos de ciencia no habría nada para rescatar ya que el Negro Fontanarrosa, haciendo gala de su corrosivo humor, lisa y llanamente nos está tomando el pelo.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año V – N° 40
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher
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Los vencedores de Pisco
Roberto Fontanarrosa
El que llevó la noticia a la mesa fue Augusto. Había ido al baño (se debía pasar por la cocina para ir al baño) y cuando regreso a su asiento le dijo a Marcelo:
—¿Sabes quién es el ayudante de cocina?
—¿Quién? —Marcelo lo miró. Se le notaba en los ojos la pesadez de la comida. Y la hora: eran ya casi las dos.
—Gorostiaga. ¿Te acordás de Gorostiaga?
Marcelo frunció el ceño.
—Gorostiaga —insistió Augusto pegándole con la palma de su mano derecha en el brazo a Marcelo—. Gorostiaga. Que estudió con nosotros hasta sexto grado.
—¡Ah! —se asombró Marcelo—. Carlitos. Carlitos Gorostiaga. ¡Claro! ¡Cómo no me voy a acordar! Gorostiaga ¡Qué loco era ese! ¿No?
Pero Augusto no lo oía, ya se había dado vuelta hacia Méndez que estaba terminando la casatta y le repetía lo del descubrimiento. Casi desde la otra punta, Mauricio también se entusiasmó.
—¿Y qué hace en la cocina? —dijo.
—Qué sé yo —se encogió de hombros Augusto—. Ahora viene.
—Claro, claro, que venga. Decile que venga —se apresuró Marcelo.
—No, no, si ahora viene —aseguró Augusto—. Ahora viene. Me dijo que venía.
La mesa había recuperado, en un instante, la turbulencia de los primeros momentos.
El grupo, como todos los años, había sido gritón y jubiloso al reecontrarse.
Luego, con la comida había ido perdiendo empuje, y ya sobre los postres, antes del café, caía en un lógico estado somnoliento propio de los efectos de la bebida, la edad, y la curiosidad agotada con las primeras preguntas.
—Che, que lástima que se fue el profe —se afligió Armas—. Le hubiese gustado verlo.
—Quién sabe si se acuerda —dudó Mauricio.
—¿El profe? —pareció ofenderse Augusto—. Con la memoria que tiene, ¿cómo no se va a acordar?
—¿De Gorostiaga? —Marcelo dibujó una sonrisa despectiva—. Con lo quilombero que era Carlitos.
—Lástima que se haya ido —repitió Armas—. ¿Se sentía mal, che? ¿Estaba jodido?
—No —desestimó Artemio, que recién empezaba con la casatta, ya que había acompañado hasta su casa al profesor Nava—. Le dolía un poco la cabeza. Nada más.
—Y estaba cansado —agregó alguien.
—Y estaba cansado. Y. . .
—No es un pendejo como nosotros —explicó Fiori, y casi todos se rieron.
En ese momento se acercó hasta la mesa Gorostiaga. Entró al gimnasio cubierto quitándose el delantal por sobre la cabeza, sonriente, entre la sorpresa y la diversión. Tras los saludos, los abrazos afectuosos, y las miradas escrutadoras en procura de registrar los cambios impresos por el paso de los años, le hicieron lugar en uno de los costados de la mesa, entre Augusto y Marcelo en una silla que acercó Armas desde atrás de la tarima del escenario. Allí quedó Gorostiaga, algo confundido al sentirse centro de las miradas de los casi veinte comensales, casi extraños para él a pesar de los años de infancia transcurridos juntos. Se pasaba repetidamente la palma de la mano derecha sobre la calva, saltando sus ojos por los rostros de sus ex compañeros, procurando adivinar, bajo adiposidades y arrugas, las caras frescas de sus antiguos amigos. Se hizo, entonces, un silencio molesto.
—Gorostiaga, carajo —se rió Bruno.
—Miralo a éste —señaló Gorostiaga a Pessoa—. Está igualito.
Pessoa se sonrió, molesto.
—Lo que es yo, no te hubiera reconocido —confesó Vega, desde la punta—.¿Cómo hizo éste para reconocerte? —preguntó después señalando a Augusto.
—Porque nosotros nos vemos año a año —explicó Armas—. Cada 365 días nos vemos las caras, pero a vos. . . ¿Cuánto hace que no te vemos?
—¡Uhhh! —ululan varios.
—¡Qué sé yo cuánto hace. . .! —se echó hacia atrás en su asiento Gorostiaga—. No. Yo a Augusto no lo había reconocido. Para nada.
—Yo lo reconocí —se ufanó Augusto, tocándose con el pulgar izquierdo el pecho—. Apenas lo vi me di cuenta de quién era.
—Y eso que yo estaba disfrazado de cocinero —puntualizó Gorostiaga.
—Y. . . —argumentó Orlando, siempre ocurrente— delantal blanco. . . guardapolvo blanco—. Se rieron.
—¿Y qué haces de cocinero? —apuró Bruno—. ¿Sos cocinero?
Gorostiaga bajó la cabeza, inclinándola un poco, como disculpándose.
—Y. . . sí. . . —dijo. Marcelo iba a preguntar algo más, pero Gorostiaga se le adelantó—. Una changa, ¿viste?
—Sí, porque el año pasado no estabas acá. ¿No estabas, no?
—No, no, no. . . Esto fue una casualidad. Me llamaron porque se había enfermado no sé quién. Necesitaban uno más en la cocina. Pero. . . no. . .
—Mira qué casualidad —se rió Guzmán—. Qué suerte, ¿no?
—¿Y ustedes? —pasó a la ofensiva Gorostiaga—. ¿Qué hacen?
—Todos los 24 de marzo nos reunimos acá —tomó la palabra en representación del grupo, Bruno—. Todos los años, desde hace como cuarenta años. . .
—Cuarenta y dos —corrigió Marcelo.
—¡Cuarenta y dos años! ¡Qué bien, qué bien! —Gorostiaga los miraba, francamente asombrado por la constancia—. Está bien, porque así el grupo no se pierde ¿vieron? Porque a veces es una lástima cuando un grupo de muchachos, de estudiantes, después de tantos años juntos, tantas cosas lindas que uno ha vivido, se separa, se van cada uno por su lado, y chau. No se ven más. Bueno. . . que fue lo que me paso a mí.
—Y. . . esto se lo debemos más que nada al profe. A Nava —reconoció Humberto señalando vagamente hacia la puerta, significando que el mencionado Nava ya se había marchado.
—¿Quién es Nava? —Gorostiaga consultó a Augusto, a su lado.
—El profesor de Historia. ¿No te acordás?
Gorostiaga enarcó las cejas. No se acordaba.
—¿Y por qué los 24 de marzo, che? —preguntó de pronto—. ¿Es el cumpleaños de alguno?
Marcelo lo miró, regocijado, unos instantes.
—No. . . el 24 de marzo. El 24 de marzo —explicó. Gorostiaga le mantuvo la mirada, luego paseó la punta de la lengua tras los labios, dudando, tal vez repasando la efemérides.
—24 de marzo. . . —musitó, con un amago de sonrisa.
—¡24 de marzo! —repitieron varios.
—No me vas a decir que no sabes qué es el 24 de marzo —Bruno fue más directo.
Gorostiaga metió la cabeza entre los hombros y adelantó el labio inferior, en señal de ignorancia. Todos se rieron.
—No te hagas el boludo. Se hace el boludo —chancearon algunos.
—24 de marzo. . . —repitió como para sí Gorostiaga, en tanto se golpeaba una clavícula con la punta de los dedos de la mano derecha.
—La fecha patria. . . —se arriesgó a ser obvio Mauricio.
—¿Qué fecha pat. . . —giró su cabeza Gorostiaga hacia él, para interrumpir la pregunta y reír francamente—. Me están agarrando para la joda.
Dejó de reírse cuando advirtió cierta confusión en los rostros de sus amigos, algunas miradas extrañas, como buscando en él algún desequilibrio.
—¿Qué fecha patria? —se animó, sin embargo, a completar la pregunta.
—Mira. . . —había cierto tono de advertencia en la voz de Bruno— si vos no la celebras es cosa tuya.
—Suerte que no está Nava. . . —agregó alguien.
—Pero nosotros. . . —siguió Bruno— los 24, al mediodía celebramos con las familias. Pero a la noche, desde hace 40 años, nos juntamos acá, en el colegio y festejamos juntos.
—Lo que pasa. . . —articuló, quizás tanteando, Gorostiaga— . . . es que no todos lo hacen. . .
—No importa, no importa —desestimó Bruno—. Por supuesto que no todos lo hacen. El nuestro es el único curso que lo hace. El único. Todos los años. Desde que terminamos el secundario.
—Sí, sí. . . —se refregó la cara Gorostiaga—. Lo que yo no entiendo. . . digo. . . la fecha. . .
—Goro, Goro. . . —llamó su atención Mauricio—. Te explico. Por supuesto que no es fácil de entender que casi veinte tipos, grandes ya, abuelos casi todos, tengan la voluntad, la constancia, la persistencia de reunirse año a año sin faltar uno solo, en el festejo del 24. Pero la cosa se entiende a través del profesor Nava, que ha mantenido viva esta tradición. Entonces, 24 de marzo, victoria de las tropas españolas sobre las argentinas en Pisco, nosotros nos reunimos y, por supuesto, homenajeamos a Nava. . .
Gorostiaga lo miró larga y profundamente, amagó una sonrisa.
—¿Victoria en dónde? —se adelantó en su silla hacia Mauricio.
—En Pisco —abrió sus manos, asombrado ante la pregunta, éste.
—Victoria. . . de las tropas. . . españolas —fue rememorando Gorostiaga— sobre. . .
Mauricio hizo un gesto desdeñoso.
—No te hagas el boludo —dijo.
—No, no —se apresuró, casi desafiante Gorostiaga—. ¿Cuándo?
—¿Ah, no te acordás la fecha? —desafió Marcelo—. Yo tampoco.
—Yo nunca he sido muy fuerte para las fechas —confesó Mauricio— 1800. . . —calculó.
—1824 —agregó, desde la otra punta, Zarate, que se había mantenido callado o semidormido hasta ese momento—. 24 de marzo de 1824.
—¿1824 ó 25? —pareció sorprenderse ante su propia duda Augusto.
—Suerte que no está Nava —dijo alguien.
—1824 —reafirmó Zarate.
—Sí —Marcelo pegó con el índice sobre la mesa—. Porque en diciembre de 1823 fue Ayacucho. Luego, en enero del 24, Hernández reagrupa las tropas, el combate de Picaderas fue en febrero, y la derrota total de las fuerzas de San Martín y Bolívar es el 24 de marzo del 24. Sí, es en el 24, en Pisco.
—Un momento —vaciló Armas—. ¿Cuándo es fusilado Bolívar?
—26 —dijo Bruno—. Fines del 26. Meses antes de que San Martín fuese llevado prisionero a Madrid.
Gorostiaga hizo resbalar su mirada por los rostros de todos, buscando alguna sonrisa socarrona, al menos un guiño cómplice, una mandíbula apretada reprimiendo una risa. Sólo vio gestos serios, atentos algunos, desentendidos otros, somnolientos varios.
—Pero. . . —volvió a pasarse la mano por la calva.
—¿Qué?—fue agresivo Mauricio—. ¿Te parece mal?
—¡No! —se apresuró Gorostiaga, sin saber bien qué negaba—. ¿Qué. . .?
—¿Te parece mal? —insistió Mauricio.
—¿Por. . . por qué?
—Si te parece mal, decilo.
—No. . . es que. . . ustedes dicen. . .
—Le parece obsecuente —se dirigió Armas a los demás. Se hizo un silencio pesado. Algunas expresiones se tensaron.
—Sí, viejo. . . —repitió Armas, como para sí—. Le parece obsecuente.
—¿Te parece obsecuente? —se enfrentó Bruno con Gorostiaga. Este había adquirido una expresión espantada. Meneó la cabeza, negando.
—Nava no es como los demás, Goro —dijo Augusto—. No es como los demás. El mismo nos lo ha dicho. El no se aprovecha. No se aprovecha. Siempre nos ha tratado bien. Casi igualitariamente. Nos permite cosas. Es distinto.
—Y eso que podría ser muy diferente —se apresuró a agregar Mauricio—. El nos lo ha dicho. Hay otros que no tienen ninguna prosapia y sin embargo se aprovechan. Pero él no. El no porque es un verdadero señor. Si venimos todos los años acá a homenajearlo, puede ser un poco a instancias de él, pero ya no es obligatorio como los primeros años. Te digo que lo hacemos por una cuestión de cariño, también. Tómalo como quieras.
—Yo. . . yo. . . —Gorostiaga se puso una mano sobre el pecho.
—¿Vos sabes quién es Nava? —le preguntó Bruno.
—Sí —se encogió de hombros Gorostiaga—. El profesor, el profesor de Historia.
—No —se fastidió Bruno—. Te digo. ¿Sabes de quién desciende? El es Fermín Nava de Henares. Y el general Ismael Hernández Garañón, era Ismael Hernández Garañón y Nava. Fijate vos.
—Fíjate vos si podría exigir —agitó su mano derecha en el aire Marcelo.
—Descendiente directo del general Hernández.
—El general Hernández. . . —Gorostiaga tanteó con su índice derecho, como siguiendo una línea dibujada en el aire.
—El 24 de marzo de 1824. . . —se armó de paciencia Mauricio— . . .el que vence a Bolívar y San Martín en Pisco es el general Hernández Garañón y Nava que después es Emperador de Chile y el Río de la Plata.
—No. . . no sabía —murmuró Gorostiaga.
—Bueno. . . —accedió Mauricio, condescendiente—. Hay muchas cosas que uno se olvida. Mira yo, que me había olvidado la fecha.
Sin duda, para Mauricio, no se le podía pedir a un hombre cuyo destino lo había llevado a terminar de ayudante de cocina, el nombre completo del vencedor de Pisco.
—Yo te digo. . . —comenzó Bruno, casi a modo de confesión frente a Gorostiaga— que vengas sin ninguna vergüenza.
—Por supuesto. Ninguna —dijeron varios.
—No se trata de intentar quedar bien con el poder —continuó Bruno—. Ni chuparle las medias a alguien que pueda conseguirme un crédito, o un puesto acá o en Madrid. Es una cosa de afecto, nada más. Un reconocimiento hacia alguien que, pudiendo hacernos sentir todo su poder, o su influencia, sólo se ha preocupado por que conozcamos nuestra historia, que apreciemos a nuestros proceres, etc. . . nada más. . .
—Te digo más. . . —se tornó confidencial Augusto—. No nos cobra ni las regalías. Ni las regalías.
—No digas nada de esto —solicitó Marcelo. Gorostiaga negó con la cabeza.
—¿Qué nos exige? —adelantó Armas—. Que le paguemos la cena todos los años. Mira vos. Y no tiene ni que decirlo. Lo haríamos de cualquier manera.
—No es obsecuencia, no —negó firmemente Bruno.
—Te imaginas que con sus contactos, Nava podría hundirnos, si quiere —siguió Armas.
—Si no, pregúntale a Schapira —se sonrió, memorioso, Augusto.
—¿Te acordás de Schapira?
Gorostiaga volvió a negar con la cabeza.
—Bueno. . . déjalo ahí —cortó Mauricio.
—Sí. Déjalo ahí. Mejor —aprobó Marcelo.
Gorostiaga los miró a todos e irguió el torso.
—Bueno, muchachos. . . —se puso de pie—. Tengo que seguir trabajando —Algunos se pararon, otros aprovecharon para desperezarse—. Muy lindo. Muy lindo. Me alegra mucho haberlos visto.
Hubo quienes se quedaron sentados, mejor dicho, repantigados en sus asientos y saludaron a Gorostiaga con la mano desde allí. Augusto, Marcelo y Bruno lo abrazaron. "Chau Goro, chau", gritaron otros, desde lejos.
Gorostiaga caminó hacia la cocina, se paró antes de llegar a la puerta y se volvió para mirar hacia el grupo. No contestó a los últimos saludos. Mostraba una expresión turbia en la cara. Luego siguió su marcha y se metió en la cocina.
—Che. . . —reclamó atención Mauricio— este Gorostiaga. . . —se pegó con la punta de los dedos de la mano derecha en la frente— duro. . . ¿eh?
—Y. . . por algo largó —disculpó Aurelio. Pidieron el café.
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Cuento del libro
“NO SÉ SI HE SIDO CLARO”
de Roberto Fontanarrosa
Ediciones DE LA FLOR
Buenos Aires, 1985
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