–Me gusta eso de la fe, la esperanza y la caridad, Su Reverencia.
–Dios es testigo de tu fe, de tu esperanza y de mi caridad, hijo. Bienvenido a la Iglesia de Roma.
–¿Roma?
–Sí, la de Pedro. Recuerda que Pedro es piedra y sobre esa piedra construiremos la Iglesia en este nuevo mundo, al que hemos venido a divulgar la existencia del único y verdadero Dios.
El filo tibio de la espada descansaba sobre la piel húmeda del indio, quien estaba de verdad convencido de la justeza de su acto, con el que a nadie traicionaba porque entraba a formar parte del culto que lo acogía con el más puro amor y lo conduciría a la vida eterna, rodeado de querubines y cubierto por el manto azul, como el cielo, de una Virgen. Fray Simón, sin embargo, dudaba de la sinceridad del indio.
Por eso le puso una prueba: debía convencer a sus tres hermanos de las ventajas de la nueva fe, so pena de castigarlos a ellos y a él. El indio dudó, pero nada dijo.
Habló con sus hermanos, quienes le dieron la espalda, lo acusaron de traición y le exigieron que abandonara el lugar. Embargado por la tristeza, volvió al templo, donde le pidió una explicación a la figura que con unos ojos adoloridos lo miraba desde una cruz de yeso. Lignum vitae, explicaría alguien que significa el leño de la vida. Pero el indio no sabía latín, ni más faltaba.
El cura lo inquirió, de nuevo. El indio le contó lo sucedido y el representante de Roma en América ordenó que los detuvieran. Una jornada después, soldados de armadura y arcabuces condujeron a los tres hombres al templo donde el indio le hablaba al nuevo dios, convencido de la caridad, el perdón y el amor al prójimo.
Vio como la cara del cura se fue poniendo roja, a medida que sus hermanos –del indio– insistían en seguir aferrados a sus creencias profanas y bárbaras, como él –el cura– las calificaba. De modo que les ordenó a los soldados que trajeran al primero de los indios y les ordenó –a los soldados– que lo azotaran.
El indio apóstata cerró los ojos, pero el cura le ordenó abrirlos, como una demostración más de su humildad y fe ciega. Lo hizo, y encontró su mirada frente a la del hermano que lo enfrentaba con dolor e ira.
Las miradas las repitieron sus otros dos hermanos, quienes no cedieron a los latigazos.
El que empezó a ceder fue el indio, el primero que mencionamos. Su cara, inspirada en el amor cristiano, irradiaba paz, pero dentro de la iglesia empezó a odiar, como nunca antes lo había hecho. Pero aguantó. Otro poco. Hasta cuando uno de los soldados le enterró una lanza en el costado al hermano mayor, quien a sus treinta y tres años de edad tenía los brazos extendidos, amarrados a un tronco: Lignum vitae. Se dobló, dobló el cuello, pero alcanzó a mirar al converso, una fracción de tiempo antes de morir.
Javier Correa Correa
Bogotá, julio de 2007
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