No podía soportar verlos siempre tan felices, con esa sonrisa estúpida colgada en sus caras como la mueca de un payaso.
Vivían enfrente de mi casa, desde hacía dos años, cuando llegaron recién casados.
Una y otra vez intenté descubrir la causa de tanta felicidad. Hasta que, una noche, mientras pasaba frente a su jardín, escuché una conversación a través de la ventana abierta. Entonces descubrí su secreto, tenían un sueño. Un sueño dulce, con alas de colores, que los alentaba a alcanzarlo. Esa era la razón de su dicha.
Desde ese momento no volví a tener paz. Quería, desesperadamente, ese sueño para mí.
Finalmente me decidí, y una noche salí con mi red atrapasueños, dispuesto a encontrarlo.
Me escondí en el jardín, entre las sombras, y esperé pacientemente a que se durmieran, sabía que entonces estarían indefensos. Así sería más fácil atraparlo.
Todo pasó como yo esperaba. A medianoche el sueño estaba revoloteando alegremente en la ventana, desplegando sus alas de colores. Me abalancé sobre él y lancé mi red, logré atraparlo fácilmente. Chilló y gritó, intentando liberarse, pero yo lo sostuve con firmeza, hasta que finalmente se rindió, exhausto.
Lo llevé rápidamente a mi casa y lo encerré en la jaula para sueños, deseando que con éste sí me resultara, que trajera a mi vida la felicidad que les había dado a ellos.
Los días siguientes me dediqué a observar a los vecinos, por fin habían perdido esa sonrisa como mueca de payaso. Debería haberme sentido feliz por eso. Sin embargo, no era así. Mi prisionero estaba agonizando, con sus alas descoloridas, y aún se rehusaba a aceptarme. Todo era culpa de ellos, los muy egoístas, no habían querido resignarse a perderlo. Continuaban aferrados a él, insistían en seguir soñándolo.
Han pasado dos semanas desde entonces. He fracasado otra vez. Ayer lo encontré muerto en su jaula.
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