Hay sujetos que coleccionan objetos, fotografías, estampillas, monedas, mariposas disecadas y muchísimas cosas más, de extrañas y variadas especies.
Unos coleccionan por placer. Otros, por dinero.
Conocí a uno de ellos. Pero su afición era muy particular. Era un coleccionista de sueños.
Su vida siempre se había nutrido de sueños. De sueños inalcanzables en algunos casos, y de sueños que, en otros casos, se le habían hecho realidad. Aunque éstos eran los menos.
Pero en todos los casos, sus sueños eran efímeros: En el mismo momento en que se cumplían, dejaban de existir. Se esfumaban como la música en el viento. Como una estrella fugaz en el cielo.
Me contó que tuvo sueños altos, dorados y brillantes y otros de bajo vuelo, rastreros, solo imaginados para satisfacer necesidades elementales.
Me preguntó por mis sueños.
- No sé, le dije, creo que no tengo ninguno…
- Buscá, me dijo, seguro que alguno debes tener. Si no, para que vivís?
Revisé mi maleta de sueños, casi vacía, y comprobé que a esta altura de mi vida, casi todos se habían cumplido. Ya no existían. Y eso, en lugar de provocarme alegría, me produjo una gran tristeza en el alma.
- Eso te pasa, siguió diciendo, porque los dejas morir. A los sueños hay que alimentarlos día a día. Para que nunca se acaben. Porque el día que se te acaban los sueños se te acaba la vida…
Desde entonces, todos los días al despertar, imagino que algo hermoso hoy va a ocurrir. Y quizá sea ese, precisamente, el más hermoso de los sueños que puedo alimentar...
|