Los relatos sagrados de la antigüedad suelen coincidir en considerar que el universo nació de la unión de un elemento masculino, representado generalmente por el Sol, y uno femenino, simbolizado por la Tierra. Originariamente virgen, la Tierra fue luego fecundada por los rayos del sol, determinando así el nacimiento de todos los seres. En antiguas culturas como la egipcia, la incaica, la griega, la celta, se vincula siempre la adoración a la Diosa-Tierra con el culto al Dios-Sol.
Sin embargo, no es esta una de esas leyendas sagradas sobre el origen de las cosas sino una mera ocurrencia que surgió al encontrar cierta contradicción en la expresión “tierra virgen”, que comúnmente se atribuye a la tierra que aún no ha sido explotada por el hombre, considerando que puede dar frutos sin su intervención, naturalmente y porque sí.
Una vez el Sol se enamoró de un pedazo de tierra. Veía fascinado su silueta ondulante recortada entre los matorrales, variando sus tonalidades naranjas y rojizas al amanecer o al atardecer, mostrando su faz brillante y pálida hacia el mediodía. Decidió que sería únicamente suya, la protegería sin descanso y a quien se atreviese a pisarla le haría sentir su ardiente furia. Así fue que comenzó a vigilarla todo el día, sin dejar siquiera pasar por mucho tiempo a las nubes, que de vez en cuando traían fugazmente una provisión de lluvia. La tierra se ofreció sin reparos, tendida sin repliegos, obnubilada por la intensidad luminosa del astro, por el poder de su investidura radial, por la calidez aletargante de su abrazo, por la sensación de seguridad y certidumbre de su luz y por otras sinrazones.
Como el Sol no podía custodiar al pedazo de tierra de noche, encomendó esta tarea a la Luna, que le debía este favor por recibir en préstamo su capacidad de alumbrar. La Luna cumplía su mandato, firme, silenciosa e impávidamente con su cara redonda, o mirando de reojo de perfil, volteado hacia un lado o hacia otro según su persistente rutina lunar cuyas causas no viene al caso ponerse a explicar.
Pero la Luna tenía también algunas noches libres, acordadas de antemano con el Sol, ya que como cualquier trabajador no deja de tener ciertos derechos, que ella supo exigir y lograr que le concedan. Estos eran los únicos momentos en que el pedazo de tierra tenía cierta libertad, que, por supuesto, por su condición, no le servían para huir de ese lugar dejando atrás un cráter, lo que nos pondría en situación de reflexionar sobre cuál sería la profundidad necesaria para considerar la existencia de un límite en su extensión vertical, si deberíamos tener en cuenta el espesor de la corteza terrestre, que variaría de siete a setenta kilómetros según donde estuviera ubicado este pedazo de tierra, o bien habríamos de calcular la extensión del suelo, conformado por tres capas comúnmente llamadas horizontes A, B y C, nombres para nada originales ni poéticos, que no merecen ser presentados en un relato como éste. Lo que ella sí podía hacer, en cambio, era disfrutar libremente de pequeñas cosas que la llenaban de emoción: las pisadas sigilosas de un gato montés, o un poco más firmes y pesadas de un jaguar, las cosquillas de algún lagarto o serpiente arrastrándose, los saltos de algún batracio. Podía presenciar escenas fugaces, como el vuelo de un murciélago, o curiosas, como la actividad sexual entre dos insectos, o increíbles, como alguna tarántula usando sus colmillos para inyectar veneno y comerse luego un escarabajo, una lagartija, un pájaro, un sapo o una serpiente. Aunque, sin la luz de la Luna, seguramente apenas podía la tierra vislumbrar sucesos semejantes, salvo que algún extraño e inexplicable resplandor le sirviese para el efecto.
En estos momentos la tierra también podía disfrutar del viento… sí, el viento, que comenzó a susurrarle cosas en el oído, a acariciar suavemente su superficie, a traerle perfumes exóticos y embriagadores, a regalarle serenatas de flautas, violines y violonchelos…
Así fue pasando el tiempo sin que el Sol se diera cuenta de nada. La tierra sentía que de ese modo su vida era más llevadera, o más interesante, o menos monótona. Ella soltaba al viento pequeñas partículas de sus ser que entregaba reticente, tímida e inocentemente. Pero poco a poco las noches sin la lunática vigilancia comenzaron a cobrar intensidad, hasta que el viento no tuvo más reparos y desató toda su pasión, arrastrando esta vez tanto polvo que al día siguiente los efectos pudieron notarse a simple vista.
El Sol se dio cuenta de que algo había pasado allí y se había llevado parte de su pertenencia. Entonces su vigilancia se hizo más perversa, la rabia calentó sus rayos, no dejó ni asomarse a las nubes. Sus celos se acrecentaban después de cada noche sin custodia lunar, agravados por la duda y la imposibilidad de ejercer un dominio absoluto. La pobre tierra comenzó a notar que, a medida que transcurría el tiempo, se dilataban sus contornos, empezaban a evidenciarse en su superficie los signos del desecamiento, se iba agrietando cada vez más.
El viento dejó de visitarla. Ella nunca pudo saber si la razón habría sido protegerla de una agresión mayor por parte de aquel que ungía de ser su propietario, ante la imposibilidad de ejercer alguna acción en su defensa, o ya no se sentía atraído por un trozo de tierra ajado, que había perdido su encantadora figura ondulada.
Las nubes observaban indignadas desde lejos lo que sucedía. “No está bien que abandonemos a su suerte a ese pobre pedazo de tierra, ella nos necesita”, decían. “Solamente si nos juntamos con otras nubes podríamos enfrentar al Sol para protegerla antes de que los efectos sean irreversibles”, expresaron, demostrando con esto un razonamiento bastante claro y despejado a pesar de su nublada condición. No negaremos que alguna u otra habrá dicho para qué vamos a meternos donde no nos llaman, no es problema nuestro, mejor cuidarse del Sol que se está poniendo bastante peligroso últimamente, cosas así que no mermaron el espíritu de grupo, la solidez de la intención de pasar de ser unos cuantos cúmulos aislados a ser un gran cúmulonimbus.
Así fue que se formó la alianza de nubes. El Sol, por más que intentó ejercer su autoridad, no pudo atravesar el gran escudo protector que se había creado y las nubes volcaron entonces una lluvia torrencial reparadora.
Después de unos cuantos días entre nublados y lluviosos, las nubes comenzaron la retirada. El Sol, que volvió a ver a la tierra húmeda y suave, a sentir ese perfume tan intenso después de tanto tiempo, reflexionó y reconoció haber cometido un exceso, aunque hemos de agradecer que éste haya sido el efecto en su actitud, de lo contrario esta historia hubiera tenido un final muy diferente que cualquiera puede imaginar si lo desea.
Pasaron unos días y comenzaron a brotar unos retoños por toda la superficie de la tierra, que nacieron de semillas arrastradas inconscientemente por el viento. Se fueron formando hojas de las más variadas formas, que alguien ha tenido el interés y la paciencia de distinguir, nombrar y clasificar adecuadamente en lanceoladas, serradas, trifoliadas, palmadas, lobuladas, ovales, sagitadas, corazonadas y demás. Jamás pensó la tierra que lo que estaba naciendo de ella con tanta pasión y desenfreno ha sido distinguido con nombres diferentes, un verde claro, un verde oscuro, azulado, amarillento o rojizo, una hoja multicolor con un efecto de dripping, otra hoja de visibles nervaduras, otra lustrosa, una áspera, otra aterciopelada, otra velluda. Así, comenzaron a formarse hierbas, arbustos y árboles. Al cabo de un tiempo el pedazo de tierra tuvo una hermosa túnica que se renueva con cada lluvia, ondea con la brisa y que el Sol sólo puede atravesar con finos y delicados hilos de luz.
Andrea Piccardo |