Catorce minutos faltaban para nuestro encuentro y entre el tiempo que medió y mis preconceptos del mundo se me hizo fatal la espera. Sentado agonizante mirándome desplazar de pensamientos paranoicos a fortuitas esperanzas, apretándome contra la silla más y más estaba yo, aquel hombre que no soportaba la acidez del tiempo que distaba su objetivo de ese presente acuoso en el que vivía. Yéndome y viniéndome, platicándome las más banales charlas dedicadas a distraerme y volviéndome aceleradamente hacia el centro de pensamientos como resorte orgulloso de recuperar su forma original, y esa forma es la espera, fotografiada por mí incansablemente.
Seis minutos. Los ojos escapando de sus orbitas, mintiendo una enclenque tranquilidad con su entreabrir acompasado. Manos que saltan frenéticas marcando un ritmo descoordinado y sin sentido, ritmo de impecable reflejo de lo que sucede adentro. La silla sufre mientras me sostiene con esfuerzo, se queja de a ratos con un chirrido o un movimiento cerrado de centímetros.
Reviso la habitación obstinado en conseguir algunos segundos de paz. La tarea pierde prontamente fuerza y lo hará por siempre mientras estés en este mundo y yo sea de esta manera.
Dos minutos dolorosos que son peldaños gigantes hasta la cima. Dos solamente y desespero. Mente arquitecta que es perfecta encargada de volver siempre al eje, siempre el terrible resorte aplastándose a si mismo, a mi mismo.
Segundos duros, precisos, ya me estoy yendo, segundos que me cortan la cara. Mente arquitecta que me separa las partes físicas. Mis manos caen al suelo, rodan un poco y continúan marcando ese ritmo en un decrescendo agónico. Mi cabeza gira suelta a su vez y me pregunto si es esto alguna especie de libertad. La silla recupera la anhelada paz, solo queda sobre ella una madeja de vehementes pensamientos que ya se están enfriando con la brisa venidera.
Me miro desde el piso, a lo que queda de mí. Me observo desintegrarme poco a poco, ceniza a ceniza. El aire me inunda, abarca rápido y efectivo dejando más aire alrededor.
Un tiempo antes de desaparecer completamente me veo a mi mismo entrar en la habitación, inspeccionarla brevemente y sentarme. Me observo y me dejo como último recuerdo de este mundo erróneamente preconcebido una imagen gloriosa: mi cara ahí sentada, la cara de mi otro yo que ya se empieza a impacientar. |