Estábamos en un amplio salón, algo parecido a una fábrica abandonada, húmeda y con ventanales rotos. Mi compañera me miraba fijamente, pidiendo auxilio en silencio. Su blanca piel, ahora era gobernada por el sudor y la adrenalina, palpitaba rápidamente junto a su corazón. Era miedo el que sentía ella, ese miedo profundo, que paraliza en un sollozo mudo y te hace derramar lágrimas vacías.
Tras nosotros se extendía una larga fila de parejas, hombres y mujeres que o tiritaban o lloraban o se abrazaban, todos con la misma mirada extraviada. Nos custodiaban personas de traje negro ajustado, al estilo militar, con gorras negras y lumas negras también.
Esa sensación de no saber porque se está en un lugar, no saber que va a ocurrir, pero aún así entender que corremos un grave peligro, es por lo menos muy angustiante.
- Iván Sáez Burgos y Carolina Tapia Muñoz, den un paso adelante.
Solamente en ese momento me di cuenta que frente a nosotros se ubicaban tres personas en una larga mesa blanca, ellos también vestidos de blanco, probablemente los líderes de este evento que aún no alcanzaba a comprender.
Instintivamente, besé a mi enamorada, como si fuera la última vez, una especie de despedida, la tomé del brazo de una forma cariñosa pero paternalista y dimos varios pasos adelante, hasta situarnos frente a frente con estos tres personajes que parecían sacados de una película futurista.
- ¿Saben bailar? – nos preguntó el del medio, que era el que demostraba más autoridad.
- ¿Si sabemos bailar? Por supuesto que sí, somos salseros, como todos los que están en la fila, creo…
La Carola me miró en ese momento, aún con temor, lo que fue inmediatamente percibido por los científicos de bata blanca. Acto seguido se miraron entre ellos y decidieron…
- Deben ingresar al tobogán, de a uno, por favor. – decía el hombre de la izquierda, mientras apuntaba hacia un rincón de la fábrica abandonada.
Fuimos conducidos por los supuestos guardias hacía un orificio en el suelo, de aproximadamente un metro de diámetro, que estaba cubierto por una cortina y, sin mayor explicación, fui empujado violentamente, sin poder decir un último adiós o una palabra de cariño o de valentía a ella.
El viaje fue aterrador, iba de cabeza por un conducto forrado por un tapiz suave, no podía ver absolutamente nada, solo oscuridad. La pendiente del tobogán era bastante inclinada, así que supuse que descendí varios kilómetros antes de llegar a mi destino final.
El aterrizaje fue menos desastroso del que me imaginé, pues la pendiente se había horizontalizado bastante y, por suerte, nada obstruía la salida.
Un poco mareado por las vueltas en la oscuridad, me levanté, algo desorientado, escuchando una salsa cubana antigua, muy buena, que envolvía todo el salón. El piso era especial para bailar, y al recorrer rápidamente con mis ojos aún desorbitados, me di cuenta que estaba efectivamente en una pista de baile, acompañada por una galería y personas que me vitoreaban (o al menos así lo creí en ese momento), con una mesa en un extremo con cinco personas que perfectamente podrían ser jueces de un concurso.
Me dirigí al centro, un poco incómodo, pues estaba solo y no vestido apropiadamente para la ocasión, sin traje de lentejuelas o algo por el estilo. A cada instante miraba de reojo el lugar por donde fue expelido, esperando a mi pareja, al amor de mi vida. El público comenzó a impacientarse con la demora del espectáculo, primero con un leve aumento del murmullo, luego con declaraciones aisladas de frustración y finalmente con un abucheo generalizado y lanzamiento de proyectiles (botellas plásticas, papeles arrugados, etc.).
Hubo un momento en el que me di cuenta que ella no iba a llegar, así que derramé algunas lágrimas para cumplir con el protocolo, miré estoicamente al público e hice una exagerada reverencia, a modo de disculpa.