Escribo por una necesidad inexplicable que me invade, a veces desde mi interior; a veces es lo externo que me obliga a garabatear o tecletear afanosamente, con las ideas volando cien veces más rápidas que mis dedos, siempre temerosa de no poder atrapar el concepto, o el sentimiento en el momento exacto.
Escribo cuando desfallezco, sin fuerzas, dedos trémulos, ojos ardiendo; con un dolor que solo me permite mover las manos, y ese sabor de nostalgia en mi corazón. Escribo cuando la alegría infla mi pecho como paloma súper dotada y me dibuja una idiota sonrisa que me acerca a los ángeles. Escribo cuando la oscuridad insiste en envolverme, aunque yo grite y llame y pida asilo a la luz. Escribo cuando el mañana viene con vislumbres de maraña. Escribo cuando no tengo nada más que hacer, ni nada más que decir, ni nada más que sentir.
Escribo mientras a mí alrededor todo se vuelve niebla y yo me encapsulo en mi propia mente, con la seguridad de que mi vida entera depende de esa como colocada en ”su” lugar y de la debida concordancia entre los tiempos verbales.
Escribo, y no me pagan por eso, y me sonrío.
Escribo y lo disfruto. A veces una frase tiene la suficiente coherencia como para justificar haber dedicado tantas horas a ejercitar el ingenio… y me siento como papá Dios en pleno sábado, relamiéndome de mi propia sabiduría y afanosidad.
Esa sensación de ver lo que sentimos transformado en letras, es grata, y a veces amarga. Es tan difícil comunicar lo etéreo de los sentimientos sin caer en vaguedades…
Y es vanidad, es vanidad que te lean, que te crean, que te respeten, que te valoren. Es vanidad.
He vivido mil vidas y sufridos más afrentas todavía. He muerto y matado más de lo que he querido. He amado, renegado, recogido y perdonado. He traicionado y vomitado. He estado y he creado. He escrito.
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