Efrén no se enteró que era un brabucón hasta después de seis años de salir de su colegio, cuando alguien que lo odiaba hasta la médula lo golpeó en el rostro. En el suelo le recordó todas sus fechorías a punta de estruendosos gritos, algunas pocas que habían recaído directamente en él y otras a amigas cercanas. La soledad y los espantosos momentos de los pasados años le habían hecho olvidar tantas cosas que tan sólo un impacto tan brutal acompañado de palabras incriminadoras y directas no fue suficiente para traer a la memoria actos que, para ese momento habría rechazado; sin embargo, al instante cierto impulso le encrispó los nudillos y propulsó un golpe seco, tumbando el tímpano y todo el cuerpo del desconocido directo a la acera de aquella calle tan conocida. Son sucesos de tanta rapidez y fugacidad, llenos de significado subjetivo para los actores, que no trascienden más que la sencilla explicación de un observador que conoce los antecedentes de ambas partes, e incluso los datos y entornos se le escapan del aparente control sobre aquella interpretación al simple curioso.
La expresión confundida y de inverosimilitud del primer agresor se revuelca de dolor entre empaques, por el momento inservibles de comestibles, detrás de un rostro indecente y hostil, de cuya cabidad bucal sólo escapan chillidos de ardor e ira ante la inferioridad de sus habilidades de combate frente a Efrén y esta sensación de náuseas y... ¿esta sangre? ¿De dónde sale? ¿Será del oído? ¡Sí! Se me tiró el oído. Su cuerpo es muy frágil, y tiene reflejos de escultor trasnochado. Hasta sus ojos llegaron las voces de súplica de la novia y prestando atención logró descifrar que la petición de aquella mujer decía, entre tantas cosas, claramente que anhelaba de corazón aquel altercado culminara en aquel instante, como si los impulsos desequilibrados de violencia pudiesen refrenarse con palabras tan dulces y gestos suplicantes. Apartó la muchedumbre que para esas alturas se agolpaba entorno a ellos y se arrojó sobre el joven e iracundo personaje como una sábana cubre un cuerpo, con la ternura de los cisnes y la inocencia de un par de aves conspicuas, le mira los ojos desorbitados y desenfocados, una mano se libra del flujo de sangre y con la otra empata sus ojos con los de él, le suplica dejar las cosas de ese tamaño. Efrén se sostiene de pie en medi odel círculo y el tráfico detenido, siente vergüenza, y pena, no debió salir de su casa aquella tarde. |