El brazo del hombre yace extendido a lo ancho de la cama, prolongación de su cuerpo desnudo; contiene en el hueco del codo la cabeza del guerrero en reposo, que duerme en posición fetal; su pene, aún erecto, delata los estertores del sexo que acaban de concretar hace sólo instantes. El hombre mira los ojos cerrados con extremada ternura, acaricia los cabellos casi sin tocarlos, teme despertarlo de su letargo y aún cree sentir el temblor de los labios que lo recorrieron, de su lengua que penetra y dilata el ano del amante, de sus manos separando las nalgas para penetrarlo.
El guerrero se extiende, dilata y contrae los músculos del cuerpo sin quitar la cabeza del brazo entumecido del hombre. Abre los ojos y sonríe, la blancura de sus dientes contrastan con el cobre de la piel y la profunda oscuridad de sus ojos lo tornan lujurioso, se acurruca entre los brazos del hombre apoyando la mejilla sobre su pecho, las piernas de ambos se entremezclan, los vientres se tocan y el deseo revive, las bocas se buscan, las lenguas se entrechocan. El guerrero repta hasta el vientre del hombre, ávido lame la simiente, el hombre se retuerce en el placer de la entrega y gime.
El hombre sabe que ya no queda demasiado por esperar, que es solo eso, una batalla sin vencedores ni vencidos,
El guerrero se levanta de la cama, recoge sus ropas y con un imperceptible gesto de despedida se aleja hacia la puerta de la habitación y se pierde tras ella no sin antes retirar el dinero que ha quedado esparcido sobre la mesa ubicada debajo de la ventana desde la que se sobrevuelan las copas de los árboles de la Plaza San Martín.
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