Andaba el loco Emeterio recorriendo caótica y erráticamente las calles del pueblo. ¡Loco!, ¡chalado!, ¡cara huevo!, le gritaban los críos sucios y mocosos de la Cuesta de las Ánimas. El loco Emeterio los miraba sin ira, con esa media sonrisa bobalicona que sugería aún la existencia de un pabilo de lucidez benevolente en un corazón atormentado y corroído por el dolor, e intentaba acercarse a ellos. Pero los criajos ponían cara de espanto y salían en estampida no sin antes soltar una andanada de pequeños guijarros que impactaban en la cara y pecho del infeliz como si de un simulacro de cruel lapidación se tratara. Hilillos de sangre brotaban de la frente del loco Emeterio y al aposentarse en sus mejillas convertíanse en lágrimas carmesí, procurándole un aspecto de "ecce homo" o santo laico, lo cual recordaba no poco las lúgubres imágenes de los mártires representadas en los cuadros y bustos de la capilla de San Cucufate. Sin embargo, el loco Emeterio no mostraba signos de dolor físico ni asomaba a su faz rastro alguno de rencor que mancillase la infinitud de la mirada perdida en el pozo oscuro de la sinrazón. El loco Emeterio no era violento, no era agraz y mucho menos con los niños.
Se cuentan muchas cosas del loco Emeterio ¡pero vayan ustedes a saber cuáles son ciertas y cuáles son falacias infundadas!
Se dice de él que tiene muchos años, que es un anciano, pero no se ha de dar pábulo a esos comentarios, que llevar una poblada y luenga barba nevada como la suya ciertamente garantiza un porte envejecido.
Se dice de él que era un hombre culto y con estudios superiores allá de donde había venido, la Ciudad Grande, respetado por todos y por todos admirado.
Algunos noctámbulos cuentan -muy pocos, la verdad sea dicha- que hay noches de luna de intensa luz plateada en las que al pasar junto a la Charca Clara, lugar vacacional para potentados y clase media alta de la Comarca de Soledades, y no muy lejos del pueblo, han visto al loco Emeterio arrodillado junto a la orilla de la laguna, el rostro crispado y el brazo y mano derechos extendidos hacia el agua, en un vano intento de asir algo o a alguien. Cuentan que el silencio de la noche era profundo, denso y pesado pero que, de repente, restallaba un desgarrador y agónico grito que se repetía una y otra vez, como si fuera ese mismo silencio el que, mudando de condición, atronara los oídos de quien lo quisiera escuchar diciendo: ¡Hijo, aguanta!, ¡no te vayas, hijo mío! ¡Hijo, no te veo! ¿Dónde estás? ¡Hijo!
Esto no lo he visto ni lo he oído yo, pero sí doy fe de haber presenciado un caluroso mediodía de verano en el pueblo la llegada de una elegante, guapa y enlutada señora que, entre lágrimas, indicaba a unos loqueros de una ambulancia que precedía un imponente vehículo, condujeran al interior de la misma al loco Emeterio quien, como siempre, intentaba acercarse a los inquietos y traviesos chiquillos que allí se encontraban jugando. Uno de los loqueros asía en sus manos una camisa de fuerza, acechante y dispuesto a hacérsela enfundar violentamente al loco Emeterio, mas a una señal de la hermosa y sufriente señora, Emeterio se dejó llevar dócilmente a la blanca ambulancia entre los dos enfermeros, mientras la señora enlutada, rota de dolor, se derrumbaba muy a su pesar en el amplio asiento trasero del automóvil con chófer uniformado.
Tan rápidamente como había llegado, partió la extraña comitiva.
No volví a ver jamás al loco Emeterio por el pueblo.
Corren rumores de que murió al poco tiempo en el manicomio de Ciudad Grande. Otras habladurías cuentan que escapó de allí y la hermosa señora lo sigue buscando dolorosamente... y algún que otro borracho del pueblo afirma que lo ha visto a horas intempestivas, como si de un espectro se tratase, arrodillado a la orilla de la Charca Clara repitiendo a modo de mantra descorazonador, una y otra vez: ¡Hijo!, ¡hijo mío! |