Nada, sólo silencio y sombras y esa maldita soledad arraigada en sus entrañas, que se agiganta día a día dominando sus sentidos. Tal era la sensación de abandono, de orfandad, que no oyó el fuerte ulular del viento, reaccionó cuando las ventanas se abrieron de golpe.
Empezaron a volar muebles, utensilios y una lluvia de hojas escritas entraron haciendo arabescos, se prendieron en el techo, en las paredes, otras quedaron esparcidas en el suelo, Magdalena se inclinó para levantarlas y todas las hojas se elevaron en forma de espiral para caer apiladas unas sobre otras, ella cerró los ojos y cuando los abrió quedaba una sola página sobre la mesa. A la mañana siguiente otra hoja en la ventana y así todos los días, las esperaba con ansia, las leía y releía con avidez hasta que llegó hacerse carne en la vida de cada uno de sus protagonistas.
Un torbellino de sensaciones la transportó a un mundo imaginario, se convirtió en matriarca, parió sus hijos en un colchón de nubes, construyó sus cunas con trozos de luna, se sentó a la sombra de un árbol de almendro con un puñado de hojas raídas, masticó las letras, devoró las páginas, se nutrió de amores, odios y rencores. Giró en vorágines de amores frustrados, encuentros furtivos, pasiones sin freno.
En cuatro paredes creó su universo, con hebras de plata tejió su destino, soltó amarras a su desamparo y se colmó de vida, de vidas ajenas.
Pasaron muchos años, tal vez un siglo, descubrieron en una casa en ruinas una calavera cubierta de polvo, telas de arañas y cenizas, sobre su pecho un flamante libro sobresaliendo en letras doradas un epigrama, “Cien años de soledad.”
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