Una de las cosas que mejor sabía hacer D. era caminar. De hecho, todas las mañanas hacía el trayecto desde su departamento hasta la parte más central de la ciudad a pie, lo cual no era poco. Mecanizaba la caminata estableciendo pequeñas metas, etapas dentro del recorrido: desde su casa hasta la feria, etapa uno. Desde la feria al puente, etapa dos. Y así. Había aprendido de memoria, además, los perros de las casas que siempre le ladraban, a fin de evitarlos. Era algo tan mecánico como secarse luego de la ducha, cada mañana: primero la cabeza, luego los brazos, la espalda, una pierna, la otra.
D. siempre tomaba el sendero del parque, pues además de acortar la distancia tornaba más placentero el viaje. Le agradaba el paisaje gris del invierno y hacer crujir la hojarasca hundiendo sus zapatos en ella. Todos los días llevaba a cabo aquel ritual pueril, el que además aprovechaba para hacer algo de ejercicio, ya que el tamaño de su departamento no le permitía dar más de tres pasos en línea recta sin toparse con algo, lo cual, contrariamente a lo que pudiese parecer, no tenía ninguna relación con la cantidad de muebles dispuestos en su interior (el que por lo demás era bastante escaso).
Sea como fuere, no podía quejarse. Sabía muy bien que, pese a todo, aquello era absolutamente preferible a tener que dormir en alguno de los escaños del parque o bajo un puente. Por lo mismo, no le importaban demasiado otro tipo de consideraciones, detalles como tener el teléfono intervenido o un servicio de correos lento y que revisara el contenido de las misivas antes de su entrega. El no tenía nada que temer puesto que no tenía nada que ocultar; era un buen hombre, y así lo podían corroborar su vecino, el delegado municipal y los tenderos de la feria, gentes de pocas pero siempre amables palabras.
El viaje a pie, además, tenía otra ventaja: le servía para poder pensar. Más bien, para ordenar las ideas, un acto al que no necesariamente podría llamársele reflexión. Pero para D. aquello poseía un nivel de complicación lo suficientemente elevado como para terminar agotado. Nunca tenía el tiempo necesario en el cual clasificar las mil y una ideas que le daban vueltas en la cabeza, y siempre en mitad de la operación debía recurrir con urgencia a cualquier papel que encontrase al alcance de la mano para anotar una nueva, indispensable para ése u otro futuro proyecto. Así, había ido acumulando papeles de distintos tipos, llenos todos de notas garabateadas con la premura del temor a un olvido súbito, y escritas con una letra que sólo él era capaz de descifrar. Luego, las guardaba en sitios que creía los más seguros, pero que casi siempre terminaba por no recordar. Entonces dedicaba días enteros a la búsqueda desesperada de sus papeles extraviados. Nadie podría determinar cuántas buenas ideas se perdieron para siempre en los intrincados vericuetos de ese particular orden.
Al llegar al edificio municipal se ajustó el nudo de la corbata y limpió sus zapatos de las hojas húmedas que habían quedado adheridas a ellos. Entró directamente hasta las escaleras del fondo, pasando por alto la burocracia previa de identificación y registro. No era primera vez que venía a hablar con el delegado M. y, por lo mismo, el encargado del mesón de informaciones lo había visto tantas veces por allí como para no tramitar su ingreso. El sabía, al igual que el delegado, los tenderos y el señor X, su vecino, que D. era una persona que no representaba ningún peligro, por lo que sólo esbozaba una sonrisa al verlo pasar con su afanoso apuro y volvía luego a reconcentrarse en el timbrado de boletas.
-Señor D., usted nuevamente por acá, y tan temprano -lo saludó el delegado.
-Es lo menos que puede hacer uno en estos tiempos. Pues bien, verá usted...
-No me diga que tiene un nuevo proyecto.
-Podría decirse de esa forma.
-Usted dirá -contestó el delegado mientras llenaba su taza de agua caliente.
-Lo que pasa es que hoy en la mañana he recibido correspondencia en respuesta a mi proyecto anterior.
-El del restaurante...
-No, no. Es decir, sí, pero ese, por razones circunstanciales de fuerza mayor, ha debido quedar pospuesto por ahora.
Tomó su maletín de cuero y lo puso sobre el escritorio, cuidando de no botar el sinnúmero de accesorios que siempre abarrotaban su superficie. Lo abrió y comenzó a buscar afanosamente algo entre el montón de papeles que lo mantenían repleto. El delegado se sentó y lo miró en silencio durante un instante, tomándose su café a sorbos cortos.
-Estoy desarrollando un proyecto distinto esta vez -comentó mientras seguía revolviendo papeles.
-¿En serio?. Que interesante.
-Le aseguro que si lo revisa y estudia detenidamente encontrará conveniente apoyarlo.
-Tendría que verlo antes, ¿no le parece?.
-Aquí está -declaró con alivio, alisándolo con los dedos.
El delegado lo tomó, se puso sus lentes, respiró hondo y comenzó a leerlo, reclinado hacia atrás en su silla. Al poco rato, lo dejó sobre la mesa.
-Será mejor que lo lea con calma. Deme un tiempo. Lo llamaré.
-De acuerdo -respondió D. con una sonrisa agradecida.
Salió del despacho con su maletín a medio cerrar bajo el brazo y retomó el mismo camino de regreso a su departamento, silbando la marcha triunfal de las tropas escarlata que a toda hora tocaban en la radio. Al llegar al departamento anotó rápidamente un par de ideas nuevas que había tenido producto de su excitación y luego se acostó, puesto que al otro día debía despertar nuevamente temprano. Las cosas no estaban para quedarse en cama, a pesar del frío de ese invierno, el más crudo en años, como recordaba le había dicho su vecino aquella mañana.
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