Como todas las noches, doña Albertina sintonizó las noticias de las diez en su vieja radio RCA Víctor. Aquello y sus gatos eran lo único que la hacían sentir acompañada, rompiendo el silencio que se esparcía por todos los rincones de la casona en la que vivía desde hacía más de cuarenta años, cuando enviudó recién casada. Su marido, Estanislao Manríquez, el primer y último hombre en su vida, no había sido capaz de pasar de la noche de bodas. Su débil corazón no fue capaz de resistir los desenfrenados ímpetus de la mujer, a quien su padre había obligado a conservar su virginidad hasta el matrimonio, a pesar de que tan sólo su peculiar aspecto la habría mantenido alejada de toda posibilidad al respecto. En efecto, nunca ningún hombre, salvo su marido, la había mirado con otro propósito que no hubiese sido el de saciar la morbosa curiosidad que provocaban sus ojos saltones, a punto de salirse de sus órbitas; su nariz descomunal y llena de extrañas protuberancias; su boca torcida en la cual los dientes -enteramente comidos por caries- parecían haber sido arrojados como un puñado de piedrecillas de distintas formas y tonalidades. El único orgullo de doña Albertina había sido siempre su trasero, sostenido a duras penas en un par de piernas flaquísimas y arqueadas, quién sabe si por el peso de aquellas descomunales nalgas. “A los hombres lo que más los vuelve locos es un buen poto”, pensaba doña Albertina cada vez que lograba subir, a duras penas, el cierre de sus faldas, mirándose luego el perfil en el espejo, con el poco de esperanza que le iba quedando.
Así fue como conoció a don Estanislao, dueño de una farmacia del barrio, solterón empedernido, miope como un topo y enfermo del corazón. A los dos meses se casaron con el beneplácito del padre de doña Albertina, el que comprendió que una ocasión como esa no se volvería a repetir. Durante el tiempo que duró el noviazgo estuvo atento a cualquier movimiento de su hija que le resultase sospechoso, impidiendo todo tipo de encuentros solitarios entre don Estanislao y ella. Debía llegar al altar con su virginidad como la única virtud que pudiese expiar el pecado de su fealdad.
Todas las ansias reprimidas y guardadas durante años bajo siete llaves tendrían su oportunidad aquella noche. Al menos eso era lo que esperaba doña Albertina, quien aprovechó el impulso del último giro del vals de rigor para desaparecer raudamente con marido y todo. Sin embargo, no contó con la débil resistencia del corazón del hombre, incapaz de seguir el ritmo que ella, sin control ninguno de sus actos, impuso una vez que estuvieron solos en la habitación.
Durante los primeros años guardó un riguroso luto y su comportamiento se mantuvo religiosamente apegado a la moralidad que tanto le habían inculcado. Se recluyó en su casa y se dedicó a la oración y a evitar el contacto con el mundo exterior, a fin de mantenerse a salvo de cualquier tipo de tentaciones, en especial las de la carne. Sin embargo, su naturaleza y el episodio no resuelto de su noche de bodas la traicionaban. No pocas veces se sorprendió divagando con pensamientos que le acortaban los días y entibiaban sus noches; pensamientos en los que veía imágenes de hombres sin rostros, jóvenes y fuertes, capaces -ella imaginaba- de hacerla conocer aquello que tanto deseaba. Cuando recobraba la noción de la realidad, como quien es despertado con un chasquido de dedos de un estado hipnótico, se sentía avergonzada y pedía disculpas a su difunto esposo, rezando diez Ave Marías y veinte Padres Nuestros, operación que repetía luego de despertar sobresaltada, en medio de la noche, jadeante y sudorosa, sintiendo un cosquilleo entre las piernas, en aquel rincón húmedo e inexplorado que parecía latir hambriento de no sabía bien qué.
Con el pasar de los años las oraciones se fueron haciendo más numerosas. Los Padres Nuestros y Ave Marías se hacían eternos durante las tardes, pero aún así no lograban aplacar las ansias de la mujer, la que no contaba con las simpatías de los vecinos, dicho sea de paso. Se quejaban de sus gatos, los que, hambrientos, solían asaltar cocinas ajenas y romper las bolsas de basura. Contaban, además, extrañas historias referentes a ciertas prácticas que sostendría la viuda con sus animales.
Aquella noche de invierno, sola en su casa como durante los últimos cuarenta años, doña Albertina puso las noticias de las diez en su radio. Permaneció en su cama, arropada por gruesas frazadas y cubierta casi por completo por sus gatos.
“Una nueva víctima fue violada por “El Valentino”, el sicópata que durante las últimas dos semanas ha atacado a cinco ancianas que vivían solas. El móvil, aparentemente, no ha sido el robo, puesto que no se ha denunciado el desaparecimiento de especies. Según la policía y expertos sicólogos criminalísticos, este tipo de desviación sexual tiene su explicación en el placer que experimenta el agresor -por lo general joven- al sentir que puede satisfacer completamente a sus víctimas. Testigos dicen haber visto a un hombre alto, fornido y moreno, muy parecido al galán de cine de los años veinte, Rodolfo Valentino”.
Al escuchar esto, Doña Albertina sintió un estremecimiento y un súbito calor que le encendió el rostro y otras partes que creía ya muertas. A sus ochenta y seis años nunca había sabido qué era aquello, cómo era aquello. Durante años estuvo esperando una posibilidad como esa. A estas alturas, enferma y casi inválida, este tipo de oportunidades no podían dejarse de lado. La idea del hombre subiendo hasta su ventana y de su recia silueta entrando en la habitación le entrecortaba la respiración. Sería presa fácil, sin posibilidad alguna de escapar. Aquella idea la excitaba aún más. El hombre la atraparía, la desnudaría sin pudores, con violencia, sin importarle las imperfecciones que el tiempo había ido dejando en su cuerpo. Ella fingiría resistencia, pero sólo para que el forcejeo la hiciera sentir deseada alguna vez en su vida. Entonces, se acercó como pudo a la ventana y la dejó entreabierta, como una sutil invitación, antes de que fuese demasiado tarde. “No voy a morirme sin saber cómo es”, pensaba decidida y nerviosa, mientras miraba hacia la ventana desde su cama, tapada hasta los ojos.
De pronto, una fría ráfaga de viento abrió la ventana hasta atrás. El frío entró a la habitación con fuerza, apagando de golpe la vela que se mantenía encendida en el velador. La noche de junio era cruda. “Ven, Valentino, ven”, suplicaba la vieja, mirando ansiosa hacia la ventana. “Ven, entra, que te estoy esperando para que entibies esta noche”, repetía. Su respiración se aceleraba con cada ruido, exhalando densas nubes de vaho. Sin embargo, las horas pasaron y el hombre no aparecía. Doña Albertina lo esperó hasta que el sueño pudo más que todos sus años de espera.
A la semana siguiente los vecinos llamaron a la policía, asquerados por el hedor que salía de la casa de la vieja. No era el olor de costumbre, ese que solían dejar los gatos con sus meados. Este era una fetidez distinta. Tocaron a la puerta insistentemente pero no obtuvieron respuesta, salvo los maullidos de los animales. Los vecinos advirtieron a los policías que la vieja casi no había salido durante cuarenta años de su encierro y que nunca respondía cuando alguien llamaba a la puerta. “Entonces habrá que derribarla”, dijo el capitán, e iba a dar la orden cuando un detalle llamó su atención: la ventana del segundo piso, la de la pieza de la vieja, estaba abierta. Decidieron trepar y entrar por ella. Al asomarse se encontraron con la habitación llena de gatos por todas partes, en especial sobre la cama. Entonces el capitán de policía recordó una frase dicha al pasar por una de las vecinas: “no me pregunte por qué, pero lo único bueno es que por fin esos gatos de mierda no han venido últimamente a robarse la comida de nuestras casas”.
El caso fue cerrado con prontitud y la casa clausurada. No hubo mayores comentarios ni detalles. La declaración oficial del forense fue escueta y terminante: “muerte por enfriamiento”.
Esa misma noche, “El Valentino” atacó de nuevo |