Me sentí algo culpable, pero como no podía siquiera pararme al igual que Joselo, su sombrero, a una zancada de él se quemó lentamente: unas chispas de la casi extinta fogata saltaron sobre las fibras de paja, que atizadas por el viento vigoroso a orillas del mar, lo devoraron mientras dormía borracho tirado a la entrada de la carpa. Del querido sombrero... nada, de amarillo ocre pasó a un negro carbón; mudado por una pequeña y traviesa brasa: caminó en espiral parsimoniosa, el laberinto de las angostas fajas tejidas.

La natural obra de arte tubo una vida breve, no dejó de impresionarnos el ahora negro sombrero, idéntico, pero negro, desmigajándose a cada soplo de Eolo; como jugando a desaparecerlo. Y lo desapareció, no quedó ni una mancha, ni una sola hipótesis a hurgar tras su destino, se fue disuelto entre la arena y los melones tuna, que aún arrojaban fuertes efluvios del apestoso vino blanco "El Arriero". Desde entonces Joselo busca su sombrero.