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Trata esta pequeña historia de un perezoso pajecillo que solía recorrer la campiña de la vida en búsqueda de la más preciada flor, la que fuese capaz de satisfacer con su aroma y su belleza, todo lo que su alma de pensador necesitaba para ser felíz.

Pero menuda tarea era muy difícil; a las inclemencias del clima hostil que cada cierto tiempo solía azotar su entorno, se sumaban los falsificadores que, a sabiendas de su necesidad apremiante, se dejaban caer de tanto en tanto con algún ramo de apariencia muy bella, pero sin savia en su interior.

Un día de mucho sol y algodonosas nubes, que invitaban a recorrer la campiña, adentróse el pajecillo por un sendero poco frecuentado; él mismo no recordaba haber transitado por ahí. Caminó y caminó, puesta su atención en una curiosa forma que se dibujaba en el horizonte y que tomaba cuerpo en tanto más se acercaba.

Cuál no sería su sorpresa cuando al rodear una loma se encontró justo al frente de un enorme Castillo; estaba éste rodeado por un profundo pozo llamado “de la sociedad”, lo cruzaba el puente “de las buenas costumbres” y sus altas murallas las franqueaba sólo un enorme portalón, el que era celosamente custodiado por los guardias “de la moralidad”.

Lo curioso de todo esto es que cada cierto tiempo llegaba al portalón algún mozalbete, con preciosas flores en sus manos, que dejaban estelas de deliciosos y exóticos aromas a su paso, sin que los guardias se cruzaran siquiera para impedirlo. “(¿Porqué yo no puedo encontrar esas maravillosas flores que traen?)”, pensaba el pajecillo, y preguntó a un guardia para quién eran… “Ajah”, dijo uno, “esas son para otra más bella flor”, “esa que asoma en aquel balcón del Castillo…”, indicando en determinada dirección…

Pues fue sólo mirar y quedar prendado: “(¡esa es la flor que busco…!”), exclamó para sus adentros. Acercóse al guardia y le preguntó: “¿Puedo yo entrar a saludar a la Princesa, también?”; “¡pues, claro que nó!”, dijo éste. “Tú eres apenas un pajecillo y no merecerás siquiera disfrutar ni un instante de su aroma”.

Impedido que estaba, el pajecillo, de ingresar a palacio, tuvo una ingeniosa idea: transformóse él mismo en una hermosa rosa y mezclándose entre los ramos que llegaban a saludar a la Princesa, dispúsose a cruzar el portalón del castillo…

Una fresca tarde, en que paseaba por los jardines la Princesa, cogió de pronto una rosa, la que más destacaba por su aroma, y acercándola lentamente a sus labios, en un inusual y ansioso gesto de cariño, besó cada uno de sus pétalos…

Entonces fue que sucedió. El pajecillo recuperó su forma perezosa y raudo recorrió con su mirada los jardines, pero ¡Oh! no encontró a la Princesa por ningún lado; muy triste, bajó la mirada y entonces vió en el suelo aquella pequeña y azulina flor de ciruelo que pareciale mirar con tiernos ojos. Comprendiendo, entonces, que era la Princesa, la recogió y guardó por siempre, por siempre en su corazón…


-----oooOOO< FIN >OOOooo-----







Androsius
Concepción, julio del 2007

Texto agregado el 30-07-2007, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-07-2007 Bello, tierno, fresco relato encerrado en una bella metàfora. doctora
 
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