Jacinto el Cantante
Se llamaba Jacinto Mancilla, tenía 20 años y poseía el hermoso y extraordinario don de cantar como “los dioses”. De pequeño cantaba pero la voz hermosa y potente que lo caracterizaría mucho tiempo después, se le empezó a notar sólo a los 14 años, cuando en su casa, con su madre y hermanos, se ponía a cantar temas que escuchaba en su única radio vieja y destartalada. Escuchaba a los ídolos de la canción como: Elvis Presley, Paul Anka, Nino bravo, Camilo Sesto etc. Podía imitar todas aquellas voces con una facilidad y gracia que sorprendía a todos, en especial a sus hermanos, todos ellos casi de su misma edad, y que lo escuchaban maravillados e impresionados de tener un hermano mayor con aquel vozarrón y talento.
Jacinto después de clases, pasaba horas y horas, escuchando y cantando los clásicos boleros mexicanos de siempre: “Delirio”; “Cuando vuelva a tu lado”; Somos novios”, etc. Cantaba esos boleros sólo con un remedo de micrófono, y con una pasión y afinación digna de un soprano profesional.
Es que Jacinto Mancilla nació para cantar; para dejar impresa su voz en las mentes de quienes lo escuchaban. No era bueno en los estudios. Era más bien distraído y atolondrado. Siempre tenía anotaciones negativas en le libro de clases. ”Alumno que no pone atención en las horas de clases”. Alumno desordenado que distrae a sus compañeros, haciendo sonar los pupitres como bombos de música. “Alumno que se escapa por la parte de atrás del recinto educacional. Citación al apoderado mañana jueves por la tarde”.
A Jacinto más bien la escuela lo asfixiaba. Sólo iba porque le gustaba una niña del curso de al lado, y se divertía de lo lindo con sus compañeros de recreo tirando tallas, y bromeando como cualquier muchacho de su edad.
No era el fútbol, ni los juegos de video, ni la televisión, en grandes dosis, lo que estimulaba a Jacinto en su juventud; era más bien el gusto, el placer mejor dicho, de cantar.
No se perdía los aniversarios de su colegio, en donde dejaba a todos boquiabiertos con su timbre de voz, a veces grave, a veces agudo, dependiendo del ritmo y la cadencia de la canción: y de ahí los aplausos y los gritos de sus demás compañeros: ¡Jacinto! ¡Jacinto! ¡Otra! ¡Otra!. Y los comentarios halagadores y optimistas de sus profesores: “Pucha que canta lindo mancilla. Si sólo se dedicara un poquito más en los estudios”. Y su madre, ya que su padre abandonó a jacinto cuando éste era sólo un bebe, se olvidaba de las anotaciones negativas y de las citaciones al apoderado, viéndolo muy bien peinadito y engominado, con su terno negro y con una corbata roja, interpretando temas de Camilo Sesto, que a su madre tanto le gustaban, sobre todo ese que habla de los últimos momentos de Jesús, “Getsemani”.
Así pasaron los años para Jacinto, entre conciertos que daba en los aniversarios de su liceo (ya había pasado a la enseñanza media); en los festivales de canto veraniegos que auspiciaba alguna marca de bebida gaseosa; en los concursos de voz que realizaba la municipalidad de su comuna; en una pequeña banda roquera que él mismo organizó con sus compañeros de liceo (“los peripatéticos”) donde él era el líder indiscutible; y en donde las muchachas lo iban a ver ensayar; ya que aparte de tener buena voz, Jacinto Mancilla también ostentaba buena pinta: con su cara larga y sus facciones exiguas; sus grises ojos de gato montes y su pelo negro lacio que le caía porfiadamente en la frente. Era el James Dean actual, joven y rebelde, y el delirio de las muchachas de su liceo.
Y en todas partes donde él se presentaba, ganaba aplausos y bis, y también los menudos, pero no despreciables, premios que fueron adornando, muy de lo lindo, su casa que quedaba a pocas cuadras de la costa de la ciudad.
Pero llegó el periodo en que salió del liceo, los 19 años, y ya no tocaba en su grupo de rock. Quién sabe por qué Jacinto Mancilla optó por un camino de cantante solista; a lo mejor sería porque tenía serias diferencias y asperezas musicales con sus compañeros de banda… quien lo podría saber. Pero, al salir del liceo, consiguió, rápidamente un trabajo de cantante en un respetable Pub de la ciudad: “El Sócrates Pub”, donde deleitaba a todos con su voz potente y sin igual.
Pasó el tiempo y Jacinto Mancilla, de 29 años, llevaba una vida feliz y plena, ya que amor y dinero, en la vida, no le faltaba para nada.
Pero cierto día en que disponía a ensayar para un show en la noche, sintió un pequeño dolor en la garganta. No le dio mucha importancia ya que el dolor era pequeño y no le impedía cantar. Pero al día siguiente, después de su presentación, el dolor le era insostenible.
El dolor se le fue acrecentando a medida que seguía cantando, y no cesaba sino cuando dejaba de cantar. Al principio creyó que el mal lo causaba el cigarrillo; así que por tres meses se abstuvo de prender uno. Sin embargo el dolor no cesaba. Luego pensó que a lo mejor la causa del dolor eran las “piscolas” que tomaba con harto hielo antes y después de sus presentaciones. Así que probó en dejar el alcohol por espacio de tiempo de también tres meses, pero nada… el dolor no disminuía.
Fue a todas las consultas de doctores y especialistas en la materia: otorrinolaringólogos, laringólogos, faringólogos, etc. Y nada No le podían hallar la causa de su mal.
Jacinto en vez de buscar ayuda, se refugio en su departamento que arrendaba con una joven estudiante de enfermería, Clara, quien no entendiendo el mal de su novio, y por las persistentes crisis de mal humor que Jacinto le propinaba, terminó dejándolo, quedando solo en su departamento y sin vida sentimental, cosa que a él nunca le había faltado.
Su madre había fallecido cuando él tenía 25 años y sus hermanos habían emigrado a otros lugares del país, y ya no tenía comunicación ni contacto con ellos.
La verdad Jacinto Mancilla estaba devastado. Tuvo que renunciar a su empleo de cantante; vender sus pocas extravagancias que le quedaban: su auto Peugeot; sus guitarras ganadas en festivales de la voz, colecciones de discos enteros, a un precio módico que le permitiera mantenerse económicamente por un tiempo.
Visitaba a sus amigos con regular frecuencia. Pero Jacinto no recuperaba la felicidad perdida, esa que sólo conseguía cantando y deleitando a las personas que lo escuchaban con su maravillosa voz.
Jacinto Mancilla ya no se preocupó más de su persona. Ya no dormía en las noches, y abusaba de las drogas y del alcohol como nunca lo había hecho antes. Parecía un muerto en vida. A veces intentaba cantar a solas en su departamento, pero un dolor agudo le resquebrajaba la garganta y Jacinto lloraba amargamente.
Cuando vio sus medios financieros bastantes mermados, salió a la calle a pedir limosna, con su barba colorida bastante tupida, el pelo negro bastante sucio y ensortijado, la tez alguna vez blanca, se le había puesto pardusca por la suciedad de meses sin baños ni refriegos.
Pasaba el tiempo e incluso el dolor en la garganta se le acentuaba cada vez que hablaba muy fuerte, o cuando gritaba, montado en cólera por la mala suerte que lo anegaba. Ya parecía que para Jacinto Mancilla la vida había concluido.
Y seguía mendigando (ya amigos no le quedaban) parado en las esquinas de las calles, echado en las bancas de los parques. Incluso una vez fue arrestado por la policía, por conducta sospechosa y por tener una petaca de pisco abierta que probaba a sorbos mientras se acostaba en un asiento publico de un parque. Parecía un viejo veterano de alguna guerra que nunca se peleó, de alguna batalla sangrienta que nunca se fraguó.
Hasta que una vez, acostado en la caliente arena de la playa de la ciudad, ya que pasaba semanas enteras en la playa mendigando, como a las cuatro de la tarde, vio el refulgente brillo del mar azul, y las olas que iban y venían, y diviso en esa atmósfera marina, a una vieja gitana vestida de azul que se le acercaba; cuando llegó a él, la gitana lo sermoneó y le dijo:
- Tu dolor paisano, es obra de un mal de ojo. No es la envidia de alguien lo que te perjudica, ni lo que te hace daño, sino más bien un daño que le causaste a alguien en el pasado. Busca en él y enmienda el daño provocado, y veras como solucionaras tu problema.
En esos instantes Jacinto despertó en la tibia arena de la playa de las siete de la tarde: se había quedado dormido producto de lo mal que dormía en las noches y por el cansancio que le provocaba sus crisis de mal humor. Al principio no entendió el sueño, pero de a poquito lo fue entendiendo. “Un daño causado a alguien en el pasado” “Un mal de ojo”. Pero a quien. No recordaba a nadie a nadie a quien hubiera hecho daño. Con esos pensamientos estuvo largo rato (3 horas) en los requeríos frente al mar pensando, meditando, cavilando a quien podría haber perjudicado él en el pasado. Pensó en los típicos gordos del colegio que siempre son objetos de crueles bromas y burlas; o de las niñas que tenían marcadas espinillas; o los pecosos y pecosas que siempre, con su grupo de amigos del liceo, molestaba; y de los que usaban lentes; y de los de dientes ralos, etc. Y en su inmensa lista no encontró a nadie a quien él hubiera ofendido en demasía. ¿Alguna polola, alguna niña? Sí, por ese lado podría ser. Habian algunas que estaban detrás de él; ¿pero enamoradas, y que se hubiesen sentido ofendidas y lastimadas por su natural indiferencia hacia ellas? Y empezó a abrir su pasado como quien abre una revista de su interés y no la lee completa, sino que ve primero las ilustraciones a colores y las letras negras que la acompañan abajo. ¿Pololas, amigas, amigas con ventaja? Y sí, dio con una amiga con la cual mantuvo, no un romance oficial, pero si una relación de amistad, y a ratos de amor, amor apasionado, no frívolo ni superficial, amor como el que se ve en las películas y telenovelas; pero siempre pensó que lo que paso entre ellos, fue más bien una cosa ligera, un aderezo de una relación, un disfruta este instante y luego olvídate de mi; mira que yo no nací para los compromisos. Pero parece que ella no se olvido de mí… pero yo sí. A lo mejor esta niña se enamoró en verdad e mí – pensó Jacinto- y yo fríamente la dejé. ¿Pero por qué la deje, o por qué ella fue ella quien me dejó? Y Jacinto empezó a recordar detalles y cosas que pensaba que había olvidado, y recordó una tarde soleada en su liceo, en que estaba ensayando con su banda, y en un momento de descanso llegó esta amiga especial que tanto cariño le prodigaba, que se llamaba Marcela, pero que todos en el liceo le decían la “La Chela”, la bajita, la de pelo castaño, la de minúsculas pequitas en la cara, la que le enviaba cartas de amor, pero no cartas sin sentido, sino cartas llenas de un amor febril, apasionado, lleno de proyectos y esperanzas a futuro. ¿Me habrá visto esta niña de unos 16 o 17 años como su futuro marido ideal? Claro - pensó Jacinto. Y vio como yo besaba a otra chica, que apenas conocía y hablaba; una chica muy bien parecida y de trenzas pelirrojas, pero frívola y hueca, que siempre me molestaba y me iba ver tocar. Claro – pensó Jacinto- ella me debió haber visto besándome con la rubia, y mi amiga-amante se debe haber sentido mal y de ahí en adelante nunca mas la vi, o me evito.
Y Jacinto con la alegría de poder resolver su problema, se puso manos a la obra y empezó a trabajar en una tienda de mascotas limpiando vidrios, con lo que pudo volver a tener un ritmo de vida más sano, más sobrio, en donde mejoro mucho su estado de ánimo y también su estado económico. Ya más reconciliado con la vida, empezó a llamar de nuevo a sus antiguos camaradas de liceo. Y a todos los ex compañeros que llamaba a todos les preguntaba por la “Chela” ¿Qué es de la Chela, la han visto, qué es de ella? Y todos la gran mayoría, desconocía el paradero de la simpática y cordial Marcela Soto, la Chela. Sin embargo le dieron un dato. La Chela Soto la habían visto trabajando hace como dos años en un supermercado de la ciudad… a lo mejor continua ahí. Y Jacinto impulsado, más por la esperanza de solucionar su problema que por curiosidad de verla, fue al supermercado, ubicado a escasas cuadras de la municipalidad. Jacinto recorrió completamente la gran mole comercial, que estaba rebosante de gente, y no la vio por ningún lado, hasta que llegó a la parte donde se expende carne y mariscos, y vio a una mujer muy bonita y menuda con su delantal del recinto, que se ceñía al cuerpo de ella bastante bien, con una expresión en la cara de tristeza lúgubre bastante notoria. Jacinto se acerco al área de “carnes y mariscos”, donde la Chela atendía, y ella adelantándose le dijo:
-¿Que va a querer señor?
Jacinto quedo deslumbrado por lo linda que se veía, pero a la vez muy impresionado por la tristeza que se le veía en su ovalado rostro.
Jacinto le dijo:
-No me reconoces Marcela, soy yo, Jacinto Mancilla…
La Chela se puso colorada y a la vez espantada, como si hubiese visto al diablo en persona. No podía dar crédito a lo que sus ojos veían. Su amor platónico, el amor de su vida, que la llamaba por su nombre y le dirigía, cortésmente, una sonrisa.
Pero ya más dominada, y debido seguramente al odio que le profesaba, le volvió a preguntar:
-¿Qué desea señor?
-No me reconoces Marcela soy yo Jacinto Mancilla. Necesito hablar contigo a solas.
-No señor yo estoy ocupada. Así que si no desea carne, por favor no me moleste. O llamaré al guardia que es amigo mío.
-Marcela, por favor, necesito hablar contigo; tengo que hablar de muchas cosas sobre nosotros, sobre nuestro pasado, sobre nuestras vidas en común. Por favor permíteme esperarte afuera, ¡ayúdame!
Y Marcela vislumbrando que Jacinto tenía problemas, acepto de muy mala gana, pero a la vez esperanzada de que aquel fantasma desapareciera para siempre de su vida.
Jacinto como ya entenderá el lector, se volvió a preocupar de su persona; así que se veía bien, con unos blue jeans azules ajustados y una camisa verde clara desabrochada en la parte del pecho que le dejaba ver una mata de pelos negros, finos y varoniles; y su peinado para atrás, bien engominado, con un aroma de colonia bien espesa; como en sus mejores tiempos: provocaba los suspiros de las mujeres que lo veían pasar.
Estaba sentado en una banquilla afuera del supermercado, relativamente tranquilo, ya que sabía el efecto positivo que producía en el sexo opuesto, más aún tratándose de una mujer enamorada de él hacia tiempo. Así que con un estado de mejoría interior cumplida, la espero impasiblemente.
Hasta que salio Marcela una hora y media después, ya no con el delantal que tan bien se le ceñía al cuerpo, sino con unos blue jeans negros, también ajustados, más arreglada y peinada que antes, con un exquisito aroma a colonia de frambuesa. Jacinto inmediatamente se le acerco y le dijo:
-Marcela cómo has estado; te ves muy bonita, más bonita que antes.
-Te odio, Jacinto – le dijo Marcela abiertamente – como pudiste dejarme por otra… yo estaba embarazada de ti.
Jacinto quedó como suele decirse en la jerga médica en estado de shock. Marcela, la Chelita, en su adolescencia había estado embarazada de él, y él nunca lo supo.
¡¿Pero por qué no me lo dijiste, Marcela?! ¡¿Por qué durante estos 12 años, me lo ocultaste?!
-La guagua la perdí a los 2 meses por causas naturales; además tú salías con la otra, esa rubia idiota que dicen que ahora se prostituye por las noches para pagar su adicción a las drogas.
-Pero Marcela en el nombre de Dios, perdóname, yo no sabía lo del embarazo. No sabía el daño que te había causado. Por favor, en el nombre de mi madre muerta, perdóname.
Y Jacinto intento abrazarla, pero la mujer se negó rotundamente a ser abrazada por ese hombre que tanto le había hecho sufrir, y al que ella se había enamorado perdidamente y locamente hace 12 años atrás.
-Déjame que te acompañe hasta tu casa – le dijo Jacinto.
Pero ella se negó diciéndole que estaba casada y que su marido era muy celoso.
-¿Pero para qué querías hablar conmigo? – le espetó Marcela.
- Solamente porque quería saber como estabas.
- Yo estoy bien – le dijo Marcela –tengo 2 hijos pequeños, una niña de 3 y un niño de 4; trabajo hace 5 años en este supermercado y mi esposo trabaja allá en el puerto, y no le va mal.
Jacinto pensativo entendiendo el “mal de ojo”, que la mujer sin querer le había deseado, cerró los ojos, y de sus mejillas se deslizaron copiosas lágrimas que no pudo contener frente a Marcela.
- Yo sólo quiero pedirte que me perdones, Marcela; que por favor no me odies como me has odiado hasta ahora; yo sólo era un joven tonto y engreído. Perdona por no haber apreciado tu amor sincero y profundo.
Y Marcela sintiendo, por su sensibilidad femenina, el verdadero arrepentimiento de aquel hombre, le tomó la mano derecha y se la apretó con fuerza como queriéndole decir “te perdono Jacinto pero ya no seas más engreído y soberbio; practica la humildad y sólo con eso vivirás mejor”.
Se hacia tarde en aquel encapotado y frío atardecer de agosto; y despidiéndose de Marcela, sin esperárselo el cantante, le dio un cariñoso y ardiente beso en la mejilla. Y cuando la mujer se subió al autobús se dio media vuelta y le miro con una hermosa y radiante sonrisa que Jacinto apreció en todas sus dimensiones.
En verdad era bonita y nunca supe apreciarla realmente (pensó tristemente Jacinto)
Y Jacinto de nuevo volvió a cantar, y con éxito. Le devolvieron su trabajo de cantante en el “Sócrates pub”, y volvió a tener una estadía económica holgada como en sus mejores tiempos. Pero esta vez ya no abusaba del alcohol, ni de las drogas como lo había hecho antes; en su interior había madurado mucho como persona. En fin, volvió a ser feliz, pero esta vez no tan libertinamente; y de su pelo negro brillante le empezaron a salir unas gruesas y marfileñas canas que adornaron su carrera de cantante. Se dice que Jacinto Mancilla era bisexual o gay, pero nadie nunca pudo comprobar nada de esto; sólo se supo de él que vivió toda su vida, como los verdaderos artistas, arriba de los escenarios cantando y prodigando talento y exquisitez con su voz a todos aquellos que lo escuchaban cantar, al lado de un simple micrófono.
Fin
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