El filo de la navaja no podía ser más agudo, pero él seguía deslizándola con pasmosa lentitud por la piedra mojada. Le gustaba ver los brillos grises y fríos que lograba obtener con cada pasada. La hoja siseaba rítmicamente con cada movimiento de su mano. Ese monótono mantra conseguía evaporar la furia superficial, pero debajo de la neocorteza sabía que su nudo reptiliano pulsaba rojo de impotencia, listo para saltar.
Hernán detestaba que se lo juzgara. No soportaba la idea de que pudieran señalarle errores y menos aún que le aconsejaran, que le sugirieran caminos alternativos. Aborrecía de manera supina a todo organismo que pusiera en evidencia sus pequeñísimos defectos. Era perfeccionista pero autodidacta, no buscaba patrón con el cuál medirse ni modelo a quien emular. Consideraba que su persona era única e irrepetible (cosa en lo cual acertaba totalmente) pero negaba todo tipo de influencias externas. De más está decir que carecía de sentido del humor, porque el primer paso para la risa franca y honesta, según dicen los que en verdad saben, es justamente mofarse de los defectos propios antes que de los ajenos.
Al principio cuando era joven y su madre le corregía por ejemplo la pronunciación de alguna palabra como carromato (durante casi cinco años pronunciada como caDomato) tenía accesos de ira y armaba unos escandalosos berrinches que dejaban a la mitad del barrio boquiabierto y a la otra mitad murmurando. Esto por supuesto también enfurecía a Hernán que terminaba con crisis de hiperventilación, respirando su propio aire viciado en bolsas para calmarse.
A medida que fue creciendo aprendió a resguardar su enojo. Lo sacaba de la superficie apenas nacido y en su interior lo amasaba con ternura y manos tibias, lo preservaba del frío y de la tolerancia, haciéndolo leudar como un pan. Eso le permitió relacionarse con la gente que antes le rehuía con miedo. Entonces era posible hablar con Hernán, reírse con Hernán y hasta tomarle el pelo a Hernán. Pero Hernán sentía la masa de exasperación interna duplicar su volumen, alimentada por los funestos hongos de la represión y la amargura. Demasiada presión para su sensible alma, que sin participación de su voluntad buscó el resquicio más débil como válvula.
Desde su ya lejana adolescencia, en el preciso instante en que alguien emitía un juicio sobre su persona o sobre cualquier aspecto que le rodeara, él sumaba a su lista un nuevo enemigo. Enemigo que por todos los medios procuraba hacer desaparecer. Así fue como doña Sara, su vecina de piso, terminó dejando su departamento después de haberlo estrenado y modificado a su gusto y placer durante treinta años. Así fue como Ángel, el de contaduría, pidió un traslado al área de mantenimiento de la empresa, en la profundidad del segundo subsuelo al cuidado de la caldera. Así fue como Alicia, su cuñada, buscó y encontró el divorcio. Así fue como sus conocidos circunstanciales nunca pasaron de ser eso, circunstancias. Así fue como finalmente cada noche después de cenar, permanecía largas horas sentado en su sillón, mirando una mancha de humedad en la pared crecer y adoptar formas fantásticas.
Lo que en su momento fue una escapatoria a la soledad se transformó finalmente en su Némesis. Los comentarios que él creía negativos lo habían llevado a la rabia, la rabia a las pataletas, las pataletas a la soledad, la soledad a la autocensura, la autocensura a los frenesíes agresivos y los frenesíes agresivos a la soledad. Todo esto se le reveló en un infinitesimal segundo. En un parpadeo descubrió, señaló, enumeró, clasificó y organizó todos los detalles desorientados que caminaban su vida. Se miró de arriba abajo desnudo frente a su propia persona por primera vez, se conmiseró de sí mismo, se río a carcajadas hasta las lágrimas de todas las brutalidades cometidas y se sugirió una mente más abierta y una indulgencia más flexible.
La navaja siguió acariciando con firmeza y constancia la dura superficie de la roca. El sonido del metal en la piedra era un estanque de calma para su mente agotada. Desde que Hernán se sentó a la mesada de la cocina en la mañana, no dejó de resbalar el acero por la gastada muela de afilar. Reconoce el final e imagina los comentarios y los chismes que se tejerán a su alrededor. Pero como de costumbre, lo que piensen los demás resbala por su oscuro corazón como aceite caliente.
Hernán ya no tolerará críticas de nadie, ya no soportará los consejos de nadie, ya no sobrellevará las sonrisas de desprecio de nadie, ya no resistirá una observación ominosa acerca de su vida de nadie. Ni siquiera de él mismo.
Marzo 2003
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