El regreso
En cierta ocasión tuve la oportunidad de conocer mi futuro. Era la feria de mi pueblo, hace ya muchos años, y mientras mis amigos, porque entonces sí los tenía, se precipitaban hacia los autos de choque, el látigo y otras atracciones igualmente varoniles, yo me quedaba pasmado ante una pequeña caseta adornada con estrellas, signos del zodiaco y otras figuras pretendidamente esotéricas. En cada uno de los laterales aparecía el dibujo multicolor de una muchacha rubia de ojos azules, con turbante, guapísima y seductora, que manipulaba entre sus manos una brillante bola de cristal. La caseta estaba siempre cerrada con unas gruesas cortinas rojas y en la parte superior colgaba un cartel con la inscripción “Tamara, la reina de las videntes”.
Cada uno de los cinco días que duró la feria, cuando pasábamos por delante, yo me retrasaba un poco observando la barraca sin atreverme a asomar mi cabeza por entre las cortinas, en parte para que no se rieran de mí, y en parte porque el precio del servicio que figuraba en un cartel mal garabateado excedía de mis capacidades económicas.
Al fin, el último día, aprovechando un inesperado encuentro con unos tíos míos visiblemente achispados que me obsequiaron con unos cuantos billetes, me armé de valor, les di una vaga excusa a mis amigos, y me dirigí yo solo a la caseta de la vidente.
Toda mi decisión se derrumbó al llegar a la puerta, me sentí ridículo y quise volverme, pues de más sabía que aquello era simplemente una patraña de feria. Sin embargo, no sé muy bien por qué, mis manos separaron las cortinas y entré. Estaba tan oscuro que no se veía nada, tan sólo, al cabo de unos instantes pude vislumbrar una pequeña mesa redonda y a una señora ostentosamente disfrazada sentada ante ella.
-¿Tienes el dinero, niño? Si no tienes el dinero, vete.
A medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad pude ir apreciando detalles de la vidente que me impresionaron desagradablemente: era vieja y con la cara llena de arrugas, acentuadas éstas por un exceso de maquillaje y por su gesto huraño y severo. Recogió mi dinero con unos dedos largos y venosos y empezó a mover los brazos haciendo tintinear sus muchas pulseras con un ritual estrambótico y ridículo que duró demasiado para mi impaciencia. Después comenzó a hablar con una voz impostada y grandilocuente. A pesar del tiempo transcurrido, recuerdo casi palabra por palabra lo que dijo:
-Tú no eres quien crees que eres, tú no eres el que aparece ante mí. Tu verdadero yo está atrapado dentro de ti pugnando por salir y eso te hace infeliz. Estarás siempre en lucha contigo mismo hasta el día que puedas emerger al mundo. Pero tu pelea no habrá acabado ahí. Al contrario, se desencadenarán fuerzas muy poderosas y peligrosas que te perseguirán, te acosarán y te vencerán. Terminarás en el barro, hundido y humillado. Todo lo que hagas para impedirlo será inútil. Ya te puedes ir.
Mi decepción no podía ser mayor. Y no es que yo esperase mucho de aquella visita, pero al menos confiaba haber escuchado algo acerca de la profesión que elegiría, el gran amor de mi vida o, por qué no, un gran premio de lotería que me aguardase. Durante muchos años he rememorado aquellas palabras incongruentes para mí en ese momento, pero que, desgraciadamente, se me fueron revelando totalmente acertadas. Sin embargo, siempre había pensado que lo del terminar en el barro era solamente una forma de hablar. Hasta hoy, claro.
También creía que el tiempo había pasado para todos. Al menos a mí me parecían muy lejanos los días aquellos en que los niños comenzaron a comprender que yo no era como ellos, o cuando mi padre me envió como interno a un colegio de la capital para que me corrigiese. Muy lejanos ya los días de miseria y soledad, de frío y de sufrimiento. Por eso, porque creía que ya los malos momentos habían terminado, me pareció una buena idea regresar a mi pueblo, recorrer de nuevo sus calles empinadas y deslumbrarme con sus paredes encaladas. Escuchar otra vez las roncas campanas de la iglesia y oler el azahar de los naranjos.
Pero al poco de llegar ya se fue acumulando tras de mí un tropel de niños con sus risas y sus burlas, y, al momento, se sumaron algunos jóvenes con miradas llenas de un odio primitivo y ancestral. Y, una vez más, volvió a resonar en mis oídos un insulto demasiado familiar: “¡maricón, maricón!”.
Las primeras piedras no me alcanzaron, pero consiguieron asustarme y eché a correr. Finalmente, un patán con buena puntería me acertó en la cabeza y me tiró al suelo, a un charco de barro. Aquí tendido, desangrándome, aún puedo oír sus gritos victoriosos y sus carcajadas histéricas.
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