El excelente cuento ya estaba terminado y su autor ahora se devanaba los sesos, tratando de encontrar un título que estuviese a la altura. Como sucede, a veces, la paradoja se enquista en algunas situaciones y se transforma en una dictadora cruel e intransigente que no permite enhebrar la aguja, cuando el elegante vestido ya ha sido diseñado.
Muchas vueltas le dio a su cabeza el bueno de Fun, sin lograr nada acorde a la grandiosidad del texto que había terminado.
Fun sabía que su obra había sido rotunda, perfecta, sin baches de ningún tipo. Eso lo había determinado el inconfundible cosquilleo de su piel –piel de gallina, dicen algunos- y un estado de inquietud alegre y expectante. Pero doña Paradoja, allá arriba, más alto del tejado, ¡que digo!, allá a lo lejos, allí donde dicen que comienza el cielo, continuaba imperturbable, sin permitir que esa aguja se enhebrara, para sancionar por fin la rúbrica de aquella obra maestra.
Un golpe suave, sacó a Fun de ese estado casi beatífico, sólo empañado por la inexistencia de cuatro o cinco palabras, perfectamente enlazadas, que irían al frente de su obra. Abrió la puerta y se encontró a boca de jarro con “Almas empedernidas” un titulacho pretencioso que había sido desechado por un anónimo escritor.
-Vengo porque sé que me necesitas- dijo el engendro. Fun, sonrió. El contraste era mayúsculo. Ese hubiese sido el último título que habría elegido para su sublime obra.
-Gracias, buen amigo. Pero llegas tarde, ya encontré el que acomoda perfecto a mi trabajo- mintió sin ningún recato.
“Almas empedernidas” se dio media vuelta y se fue. Habían transcurrido varios años sin que ningún autor lo considerara como el título adecuado. Tanto así que, incluso, había pensado en cambiar su nombre por otro, acaso menos efectista. Pero, esa era una tarea imposible, ya que, así como los seres humanos estamos determinados por los genes, los títulos son la electricidad de las palabras y esa electricidad emana de la mente del escritor.
Fun, entretanto, continuaba cavilando y ante la inutilidad de dar con el título adecuado (algún cortocircuito se había producido, al parecer, en la mente inquieta) ese maravilloso estado post-creación, comenzaba a diluirse para dar paso a la Frustración, amarga señora de severas vestimentas oscuras que se detiene en el dintel que separa la inspiración de la fiebre creativa. Cuando la dama en cuestión aparece, todo se entenebrece y es preciso, en ese instante, no tratar de sobornarla con falsos halagos. La Frustración tiene la virtud de no frustrarse a si misma y la única manera de desembarazarse de ella es ignorándola. Eso fue lo que hizo Fun, pero el desánimo lo traicionaba y la frustración era ahora una anciana desdentada que reía a carcajadas.
Como, al parecer, nada ni nadie lograrían que ese título soñado fuese la preciosa rúbrica, la gema precisa y el brillante soñado, Fun pensó en la desdicha de “Almas empedernidas”, título errabundo, solitario y desdichado, ofreciéndose como meretriz a cuanto escritorcillo encontrara a su paso. Por lo tanto, compadecido, en parte, por el título y sin que doña Frustra se retirara y le franquease el paso, llamó a grandes voces a “Almas empedernidas” para darle la buena nueva que por fin, su existencia tendría el sentido para el cual había sido diseñado.
Los críticos sostuvieron, en forma unánime, que la obra en sí, carecía de sustancia y que todos habían sido engañados por la fuerza de aquel título, que, lamentablemente, prometía algo mejor…
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