Había una vez un pastor que vivía en Grecia, en Tesalia, cerca del monte Olimpo. Este pastor era muy bueno, trabajador y solícito con toda la gente que tenía a su alrededor.
Un día de sol, decidió ir hasta un prado verde bastante alejado donde las ovejas de su rebaño pudieran pastar tranquilamente. A la hora de comer, mientras sacaba el alimento de una especie de morral, vio acercarse a una joven de cabellos enrulados. Se saludaron con timidez y él aprovechó para preguntarle si quería compartir su comida. Ella aceptó gozosa. Al entregarle un pedazo de pan, el joven no notó que había una pequeña piedra adentro, quizás producto de las precarias condiciones en que el alimento se encontraba al ser guardado en el morral.
La joven mordió el pan con una sonrisa, sin percatarse de la presencia de la piedrita. Al sentirla en su boca, se asustó mucho porque pensó que podía atragantarse. Se le aflojaron las piernas y el joven tuvo que sostenerla entre sus brazos. Ayudada por sus manos, la joven señaló su boca. El pastor no quería soltarla por temor a que se cayera, entonces rápidamente pensó que, si buscaba con su boca dentro de la boca de ella lo que estaba molestándola, podría resolver el problema que la aquejaba. Con suavidad, separó los labios de la joven con los suyos y con la lengua comenzó a buscar la piedrita. Pero fue tal la emoción que los embargó en ese instante que nunca supieron qué pasó con la piedrita -la leyenda no lo cuenta-.
En ese momento, la diosa Artemisa pasaba por ahí y los vio. A pesar de ser la diosa de la castidad y la pureza, no pudo evitar conmoverse profundamente ante la escena. Por lo tanto, decidió que todo el mundo debería conocer ese gesto, ya que semejante acto de magia –porque los besos fueron desde ese momento reconocidos actos de magia– tendría que perdurar tanto en la mente de los dioses como en la de los humanos. Fue así que, para llevar a cabo el mismo y delicioso ejercicio, eligió a Endimión, un pastor enamorado de ella y que, además, había sido el primero en observar las distintas fases de la Luna. De esa manera, al estar totalmente segura de que los besos serían para siempre inolvidables, Artemisa les transmitió a los hombres uno de los mayores tesoros de la humanidad.
Por supuesto, el pastor y la joven se enamoraron, se casaron, comieron perdices –en Grecia también había perdices– y fueron felices. Y nunca dejaron pasar un día de sus vidas sin besarse tan apasionadamente como lo habían hecho, por una maravillosa casualidad, la primera vez.
NOTA: Quizá porque las leyendas, debido a su transmisión oral, presentan algunos defectos, no queda muy en claro por qué la joven, en plena posesión del uso de sus manos, no las usó para sacarse la piedrita de la boca ella sola. Probablemente, un sabio instinto femenino le aconsejó que no lo hiciera.
Fuentes autorizadas:
La niña de los cuentos, L. M. Montgomery, Colección Robin Hood, Acme, Buenos Aires, 1966.
Los mitos griegos, Robert Graves, Ariel, Barcelona, 1999. |