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Como un bocado los copuchentos se comen cada palabra que escuchan, aunque no haya modo de verificar esa información. Es verdad y de allí no sale. Si es mentira, “pero no puede ser…”, y de la nada surge una quinta pata de un gato imaginario. Es allí donde nacen los pelambres y el lamentable estado de un respetado humano que es ensuciado con el más asqueroso barro podrido, ese como el del campo.
El sapo estira su lengua y con una rapidez fenomenal obtiene su alimento, lo que necesita, sí, lo que necesita para vivir. Igualmente algunas personas estiran sus sentidos y los extienden hasta aquellos rincones que no les pertenece y que no les es permitido entrar, ni mucho menos conocer. Obtienen, al igual que el sapo, lo que necesitan para vivir: su alimento. Cómica verdad, trágica realidad.
Sin moscas que revolotean por el aire, sin esas suculentas señoras de cientos de ojos, nuestros sapos se morirían. Pero todos sabemos que las moscas controlan el ecosistema, descomponiendo los más asquerosos desperdicios y las más repugnantes heces. Mientras haya materias residuales, las moscas harán su trabajo, y los sapos también. Es una cadena demasiado larga como para capturar sus extremos, y demasiado resistente como para seccionarla. Sólo resta aprender a convivir con esos sapos comedores de moscas que se posan sobre las hordas de personas de cualquier clase. Verdades con alas, historias velludas, cuentos que los sapos no pueden llegar a saber si son verdades o no; la mosca yace dentro de su boca.
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